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jueves, 24 de mayo de 2012

LOS REDUCTORES DE CABEZAS








Allí donde desciende la montaña; donde empieza a tupir la vegetación; “en la Amazonia, donde el hombre tiene como en el paraíso, todo al alcance de sus manos”… (Víctor de la Serna, escritor del diario “Ya” sobre "Funeral Literario” de Alfonso Graña, 1935); allí, en un pedazo de ese mundo, viven los indios aguarunas, huambisas y achauares, de la familia etnolingüística de los indios Jíbaros.
Ellos se asentaron a las orillas del río Marañón y de sus afluentes, el Cenepa, el Nieva y el Santiago, en el departamento de Amazonas, Perú. También habitan en el Alto Mayo y sus tributarios, en el departamento de San Martín, Perú. Asimismo, se extendieron hacia las provincias del sur de Ecuador, a lo largo de los tributarios del río Napo y del rió Paute.
Los Aguarunas (derivado de Awayruna u hombre que teje: Mashingash, un anciano de casi 100 años de edad, tejió para mí una bolsa o “wampash”, que originalmente se utilizaba para cargar hierbas; la que todavía conservo como memoria de mis incursiones por la selva) cuentan con una población predominantemente joven de aproximadamente 45,137 personas (Perú Ecológico), y constituyen el grupo de mayor volúmen de población nativa censada (18.8%).
El origen de estas tribus se le atribuye a grupos que se fugaron de la invasión incaica hacia los parajes amazónicos de difícil penetración. Se dice que fueron guerreros tan formidables, que se enfrentaron a los diferentes grupos invasores que quisieron someterlos al pasar de los siglos, como los españoles, los grupos religiosos jesuitas y dominicos, o los comerciantes y aventureros en busca de pieles y oro.
Los primeros grupos de estos nativos fueron semi-nómadas y dispersos, y su fuente de sustento se basaba en la agricultura de tipo migratorio (con períodos de descanso para la renovación de la tierra) y en la caza y pesca para el autoconsumo.
Posteriormente, y con la incursión de los diferentes grupos colonizadores, se introdujo el comercio de pieles y de madera, así como el trabajo en la extracción de caucho y de petróleo.
La colonización se plantea, posteriormente, como una alternativa para el asentamiento de campesinos provenientes de otras regiones, en nuevas áreas de cultivo agrícola y de crecimiento ganadero, así como para reafirmar nuestra presencia soberana en nuestro territorio nacional.
Con el avance de la carretera de penetración hacia la selva, Chiclayo-Tarapoto, las comunidades nativas están siendo desplazadas de sus tierras, y se está produciendo una erosión creciente de los terrenos de cultivo y un desequilibrio ecológico.
Grupos religiosos e integrantes de organizaciones nacionales y extranjeras (como el Instituto Lingüístico de Verano) han establecido, desde hace muchos años, su presencia en la región. Desde mediados del presente siglo, la población aguaruna ha estado recibiendo educación escolarizada.
La cosmovisión aguaruna es fascinante, y creen que son parte de la naturaleza y que la selva esta llena de almas transformadas en árboles y animales. Para ellos, el sol, la madre tierra, el agua o rió y las almas de sus combatientes antiguos, son sus dioses y determinan sus vidas.
Al llegar a la adolescencia, el muchacho es llevado por el brujo o shaman al monte. Mediante un rito alucinogénico, a través del cual se le da “una toma” de una raíz que se llama la ayahuasca, se le conecta con el mundo de las divinidades y se determina su rol dentro de la comunidad; ya sea como cazador o guerrero.
Hasta aproximadamente mediados del siglo pasado, este grupo étnico fue eminentemente guerrero como una forma de sobrevivir a las competencias territoriales creadas por la agricultura migratoria. Como parte de su ritual de guerra, se hicieron famosos por reducir las cabezas de sus enemigos y por usarlas como trofeos. La ceremonia mediante la cual momificaban las cabezas mutiladas se llamaba “tzantza”. Se dice que usaban unas hierbas secretas para achicarlas sin perder los pelos, ni sus rasgos faciales.
Existen varias versiones acerca de las causas que llevaban a las guerras entre los grupos jíbaros. Una de ellas se refiere a la competencia por la posesión de la mayor cantidad de mujeres (era una sociedad poligámica). Las mujeres e hijos de los vencidos eran integradas en situación igualitaria, al grupo familiar del vencedor. La cabeza del vencido era cortada y reducida, pues creían que al hacer esto, aparte de obtener prestigio, adquirían la cultura, valor y poder (arutan) del guerrero que habían matado. Creían también, que así insultaban no sólo a la víctima, sino al resto de su tribu. Buscaban obtener el alma de la víctima (muisak) que estaba contenida en su cabeza, pudiendo así controlar el trabajo de sus mujeres e hijos; lo cual era crucial para la vida biológica y social de la comunidad (ellas se ocupaban de los cultivos). Se creía, también, que con esta acción se paralizaba el espíritu de enemigo que estaba pegado a su cabeza, para que no se escapara y vengara de su asesino.
Según una versión dada por un indio intérprete, seguidor de Alfonso Graña, el rey de los jíbaros (fue un español que se casó con la hija del jefe jíbaro y heredó el reinado de la tribu), allá por el año 1935, los indios se ponían de acuerdo para atacar y cortar la cabeza de la víctima; lo cual hacían como cinco centímetros debajo del cuello. Se le cocinaba en una olla, con hierbas especiales para curtirla, y se le sacaba picándola con un palo. Se le deshuesaba, dejándole los ojos y la lengua, y cuando estaba seca, se le rellenaba con piedras y arena calientes. Se aplicaba un machete caliente a los labios, y los cosían con palitos y chambira (para que no pueda hablar y para que no se escape el alma). Las cabezas se reducían al tamaño de un puño. El cabello se conservaba perfectamente. Después de aproximadamente un mes, se celebraba el evento con una danza ceremonial y mucha chicha. En el curso del año, se celebraban hasta dos ceremonias más, y en ellas los asesinos proporcionaban las comidas y bebidas.
En el evento de que el agresor no hubiese podido cortar la cabeza de la víctima por falta de tiempo, o porque ésta era un pariente, se procedía a matar a un animal (los jíbaros creían que los humanos son descendientes directos de los animales) y se hacía el mismo tratamiento a su cabeza;ya que creían que el alma está presente en el pelo. También se podía usar una calabaza a la que le pegaban el pelo del vencido.
A fines del siglo XIX, esta práctica se hizo famosa en el “mundo de los blancos” y dio pie a que muchos aventureros y coleccionistas vinieran en búsqueda de estos trofeos. Esto contribuyó a que los jíbaros se dedicaran a matanzas innecesarias sólo con el fin de obtener armas y municiones a cambio de cabezas mutiladas. Como consecuencia de esto, los gobiernos del Perú y del Ecuador pasaron leyes severas prohibiendo el tráfico de aquellas. Se dice que en 1930 se las podía ordenar por aproximadamente 25 dólares.
A través de los años, se han hecho réplicas con piel de animales o a base de resinas. Lo más macabro, es que se han dado casos de venta de cabezas reducidas provenientes de cuerpos robados de la morgue o de cementerios. El Museo del Banco Central, en Cuenca, Ecuador, tiene en su haber más de 24 cabezas humanas reducidas.
Hacia 1950, la presencia de misioneros y colonos entre la población aguaruna y jíbara, impulsó la organización de centros nucleares de nativos dentro de los límites de las comunidades nativas. La asignación de créditos agrícolas y pecuarios, y el acceso de grupos organizados de nativos a los gobiernos locales, los ha integrado a la vida diaria del país, ayudándolos a fortalecer su propia identidad. La historia de los reducidores de cabeza ha pasado a los archivos de los tiempos, aunque sus mitos y cosmovisión los ligarán por siempre a su mundo mágico de comunión con la naturaleza.
Lucia Newton de Valdivieso Nueva York, noviembre 6 del 2007-11-

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