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jueves, 13 de julio de 2017

La Saya y el Manto por Ana María Malachowski

"¡Qué graciosos sus movimientos de hombros cuando tiran del manto para ocultar enteramente la cara que a ratos dejan ver! ¡Qué fino y flexible su talle y qué ondulante el balanceo de su andar! ¡Qué bonitos son sus menudos pies y qué lastima que sean un poco anchos!" Flora Tristán (1834)
LA SAYA Y EL MANTO
Ricardo Palma cuenta que la saya y el manto no figuró jamás como indumentaria en provincia alguna de España ni en ninguno de los reinos europeos. Menciona que brotó en Lima como los hongos de un jardín.
¿En que año brotó ese hongo? Se pregunta.
Palma se atreve a decir que la saya y el manto apareció en el año 1560. Cuenta que cuando Lima se fundó en 1535, no excedía a diez el número de las mujeres de origen español que habitaban en la capital. Por esas épocas, Lima tenía la exclusiva en la moda, algo que no sucedía en otros países de América tan es así, que las mexicanas bautizaron a las limeñas con el apodo de "las enfundadas". En el Perú mismo, la saya y el manto no salió nunca del radio de la capital; ni siquiera se le antojó ir de paseo al puerto del Callao.
En abril de 1601, se inauguró el Concilio convocado por el arzobispo de ese entonces Toribio de Mogrovejo, en este Concilio se solicitó la abolición de la saya y el manto, bajo pena de excomunión; el problema fue que el arzobispo olvidó que doña Teresa de Castro, esposa del Virrey García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, vino a Lima en 1590 y desde esa fecha la saya y el manto tenía ya muchas "devotas". La población de Lima apenas excedía a las treinta mil personas y las que vestían la saya y el manto fluctuaban entre las setecientas u ochocientas "enfundadas". Doña Teresa - una de las primeras en vestir este traje - trajo de España veintisiete muchachas españolas - entre camaristas, meninas y criadas - a quienes llevó a palacio. Además, en la comitiva del virrey, vinieron alrededor de cuarenta "presupuestívoros" con sus mujeres, hermanas, sus hijas y sus domesticas. Todas ellas, sea por novelería o por congraciarse con las limeñas legítimas, decidieron enfundarse. El arzobispo, la verdad, estuvo desacertado en elegir el momento para abolir la saya y el manto pues, en 1601, cuarenta años después de su nacimiento, las devotas de la saya y el manto serían ya casi todas las limeñas, es decir, dos o tres mil mujeres. Finalmente, el Concilio dio marcha atrás. En los años siguientes, varios virreyes intentaron también abolir esta vestimenta pero no pasaron más allá del intento. Hubo un virrey que solo se limitó a encomendar a los maridos "que no permitiesen a la costilla ni a sus hijas tal indumentaria".
La saya o falda, era confecionada con distintas clases de tela e iba forrada en tafetán o con una tela de algodón muy delgada, según la jerarquía y la fortuna. La saya sólo se podía encargar en Lima y las limeñas aseguraban que era preciso haber nacido en Lima para saberla hacer; ni un chileno ni siquiera un cusqueño hubiera conseguido plegar la saya. Las mujeres de sociedad llevaban la saya de raso negro; las elegantes se ponían también de colores de fantasía, como el morado, marrón, verde, azul marino, a rayas, pero nunca de colores claros debido a que las mujeres públicas habían adoptado esos colores. Flora Tristán menciona que las mujeres se hallaban tan apretadas en esta falda, tal como si estuvieran dentro de una funda. Era tan ajustada por abajo que tenía el ancho necesario para poner un pie delante del otro, así, las limeñas andaban a pasitos. La saya o falda podía ser ajustada o desplegada, cambiaba de color de acuerdo al gusto y también hasta de las preferencias políticas. El manto era un velo de gruesa seda negra - siempre negro - que se prendía a la cintura, cubría la cabeza y dejaba al descubierto un ojo, la línea de nariz y un poco de la mejilla. Los zapatos de las limeñas era de una elegancia que llamaba la atención: eran de raso de colores diferentes y adornados con bordados; si eran lisos, el color de las cintas contrastaba con el de los zapatos.
Cada año, en la tarde del día de la Porciúncula, se hacía una romería a la Alameda de los Descalzos, donde los padres obsequiaban un buen festín a los mendigos de la ciudad. A este acto acudían las más hermosas y acaudaladas limeñas vestidas con la más vieja, rota y deshilachada de sus sayas, pero en contraste con esta "miseria" portaban un riquísimo chal además de sus más valiosas alhajas. Todas ellas consumían al menos un pedazo de pan y una cucharada de la sopa de los pobres.
La saya y el manto era el traje nacional. Todas las mujeres lo vestían, sea cual fuere su rango, era parte de las costumbres del país como en Oriente el velo de la musulmana. Sea la estación, invierno o verano, las limeñas salían a las calles encubiertas de este modo. Tuvo vigencia hasta cinco o seis años después de la Batalla de Ayacucho (1824). Ricardo Palma menciona que fue una prenda muy antiestética, era una especie de funda desde la cintura a los pies; con la saya y el manto las mujeres iban a las iglesias, las procesiones o, en general, a algún acto público. Sin embargo, en algunas localidades del teatro lucían los vestidos a la moda francesa. Pobre aquel que se atreviera a levantar el manto que le ocultaba el rostro, pues era perseguido por la indignación pública y terminaba severamente castigado.
Después de 1850, la relativa holgura social dio incremento al comercio francés y a las modas de París. Lo que en tres siglos no consiguió Santo Toribio de Mogrovejo ni los virreyes, desapareció, poquito a poquito, sin resistencias ni luchas. En 1860 desapareció la saya y el manto de los paseos y procesiones.
Bibliografía:
- Historia de la República del Perú de Jorge Basadre
- Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma

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