LA VIDA DEL TAMAL
La palabra “tamal” deviene del vocablo de la lengua azteca mexicana, “tamali”, que significa “envuelto”. El tamal es un alimento confeccionado con masa de maíz; relleno con carne de cerdo o pollo u otros tipos de carnes; envuelto en hojas de plátano, maíz, bijao, maguey o en papel aluminio; y cocinado al vapor. Su expendio y consumo es muy popular en la mayoría de los países latinoamericanos y se le conoce con nombres diversos como “hallaca” en Venezuela, “envuelto” en Colombia, “humitas” en Chile, Ecuador y Bolivia, o “pamonha” en Brasil. Su confección e ingredientes varían según las diferentes regiones y culturas.
En el Perú es un platillo obligado en los desayunos de los domingos, y está incluido en el menú de celebración de la Navidad, Año Nuevo, Fiestas Patrias, y en la presentación de todo buffet criollo.
El origen del tamal, así como el del maíz, es incierto; aunque evidencias arqueológicas nos muestran la existencia de esta gramínea, así como la de aquel alimento, en una amplia zona geográfica comprendida entre el norte de México y el sur de Chile. Según estudios hechos por el biólogo C. Earle Smith Jr. en 1980, en base a muestras recogidas en la cueva de Guitarrero en Ancash, el maíz o sara, empezó a cultivarse en su forma primitiva, en el Perú, desde hace 6,275 años. En México, de acuerdo con muestras de una cueva en Tehuacán, se estima que este producto se cultivó hace 5,200 años; lo cual daría una antigüedad mayor al maíz peruano. Estudios de restos de heces humanas en la zona costera del norte del Perú y el descubrimiento de depósitos de maíz, también corroboran la gran antigüedad de esta gramínea. Estos hallazgos son evidencia de la gran importancia del maíz en la dieta alimenticia de las civilizaciones pre-cerámicas. El maíz fue un cultivo sagrado para estas poblaciones, y fue el ingrediente principal de sus bebidas, y uno de sus principales alimentos. Los mitos y tradiciones transmitidos a través de la tradición oral identifican al maíz como una deidad. En los dibujos y ceramios y en las decoraciones de los templos precolombinos se han encontrado evidencias de la importancia de este producto para la confección de la chicha, bebida de los dioses y de los hombres, y de sus alimentos. En Caral, civilización situada en el Valle de Supe, Perú, que muestra una antigüedad de cinco a seis mil años, se han encontrado pruebas de la existencia del maíz y de la fabricación del tamal. En un informe de la arqueóloga Ruth Shady, ella dice que en uno de los entierros se encontró entre las ofrendas, “una especie de tamal carbonizado”.
Garcilazo de la Vega, en sus Comentarios Reales de los Incas, decía que: “Los incas hacían un pan de maíz que con ligeras variaciones, se empleaba, ya sea para sus sacrificios solemnes, al que llaman zancu, o para sus fiestas y para regalos, al que llamaban huminta. Al pan del pueblo le llamaban tanta.
El maíz era molido por mujeres sobre una loza ancha; machucando el grano con otra loza en forma de media luna.
El Padre Bernabé Cobo decía del maíz: “Este cereal ya se comía en forma de bollo o tanta (pan), de maíz reventado o pisankalla, de bollicos a la olla o humintas y mote patasca.
En las crónicas del Corregidor Mejía, el decía: “El tamal es de origen incano. Arranca de la humita, compuesta de maíz o choclo fresco (machucado o molido con batán) y mezclados con huacatay y queso de guanaca…bien envuelta en la fina y estriada perfolla (la hoja) mazorquil”.
Cuando vinieron los españoles, en el siglo XVI, el tamal fue incorporado a su dieta. Ellos trajeron el chancho y las gallinas e incorporaron sus carnes favoritas a este alimento. Hacían también, tamales de pichón, palomino (pichón que aún no sale del nido) y gallina. Generalmente los de cerdo se comían ordinariamente y los otros eran más populares para regalarlos. Los esclavos negros que vinieron con ellos, trajeron el gusto por el tamal desde México y Centroamérica. Al llegar al Perú incorporaron su propia sazón…los sabores de la tierra africana que habían dejado. Magaly Silva, el personaje del libro de Humberto Rodríguez Pastor, “De Tamales y Tamaleras”, dice: “La sazón se lleva internamente, y cuando uno está frente al fogón, la expone”. Bernardo Roca Rey, el famoso chef peruano, dice: “La comunidad negra contribuyó a la cocina criolla costeña dándole sabor, color y ritmo”. Ellos utilizaron salsas bien condimentadas y fuertes para aderezar las carnes, cereales y tubérculos. También incorporaron las mieles y el azúcar en la elaboración de dulces que luego se volvieron típicos desde la época colonial: Como fueron el frijol colado, el zanguito, los picarones y las mazamorras; sin dejarnos de olvidar que el típico Turrón de Doña Pepa fue invención de una negra devota del Señor de los Milagros.
A pesar de que mucho se ha dicho que los esclavos africanos aprovechaban las carnes desechadas por sus amos, como eran las entrañas de los animales; y que las condimentaban para disminuir los sabores fuertes, hay fuentes que aseveran que durante el período virreinal, éstos se consumían sin distinción entre negros, indios, españoles y criollos.
En la Lima de finales del siglo XVIII, el tamal se había convertido en la especialidad de la población negra. En el resto del país, el tamal fue indígena, y tuvo diferentes sazones según las diferentes regiones.
Con los españoles vinieron los pregones: herencia arábiga de ofrecer los productos gritando y cantando. A través de ellos anunciaban el comercio de sus mercancías; primordialmente alimentos. Los vendedores salían siempre a una hora determinada y se trasladaban por toda la ciudad montados sobre burros o mulas, anunciando su paso.
Don Ricardo Palma, nuestro celebre tradicionista, nos contaba que los vendedores reemplazaban a los relojes, pues ya todo el mundo sabía la hora en la que pasaba el vendedor de cierto producto. La tamalera venia a las 10 de la mañana, montada sobre un burro, con sendas canasta a ambos lados (Pancho Fierro la plasmó en una de sus célebres estampas) y cantaba: “Canta el maíz a las diez. De los Andes ha bajado, y en su largo recorrido, encontró su hogar perdido en la hoja de un banano. Una pita de totora lo amarró con compasión, convirtiéndolo en tamal. A pesar del mestizaje y su traje tropical, el maíz fue generoso. Y es el mismo tamalero, cuando pregone otra vez con el nieto del maíz, traerá humitas (tamales dulces o salados hechos con choclo y envueltos en hoja de aquel) a las dos (a esa hora llegaba el humitero)”. (Fuente: Jaime Arianzén).
Don Ricardo Palma nos dice que en la época de la colonia, a la Misa de Gallo le seguía una cena opípara, en la que el tamal era el plato obligado.
Aún después del virreinato, los tamales siguieron perdurando y siendo negociados. En Lima, los esclavos que vivían fuera de las casas de sus amos, trabajaban para conseguir el dinero para pagar su libertad, entre otros oficios, haciendo y vendiendo tamales.
El cronista Carlos Prince, en su libro “Lima Antigua de 1890”, describe el trajín de la tamalera de aquel entonces, y nos trae un nuevo pregón: “¡La tamalera, la tamalera! Suave…a medio y a real, tamal serranito, calientito. Ya se va la tamalera. ¿Quién me llama? Prince decía que los tamales especiales subían de precio según los condimentos que llevaran. Los de huevos y pichones costaban 4 pesos de plata. También, denunció a aquellos que envolvían los tamales en multitud de hojas para engañar al comprador con su tamaño.
Otro pregón famoso publicado por Rosa Mercedes Ayarza en 1939 dice: “¡Se va, se va la tamalera sua; no queda gente en Malambo que no coma mis tamales: blanco, cholo, chino, zambo; cómo serán de especiales. Ya se va la tamalera sua!
Con el tiempo los pregones fueron desapareciendo y surgieron las tamaleras que caminaban por las calles “gritando su mercancía”: ¡Tamalitos suaves..ricos y calientitos…tamales!” A ellas las conocí, y todavía deambulan por allí de vez en cuando. Era toda una tradición oírlas tempranito en la mañana, y verlas cargando sobre su cabeza una canasta grande llena de tamales. Ya tenían sus “caseros” (compradores regulares) que las esperaban ansiosamente para poder empezar su desayuno después de la misa. En la esquina de mi casa había una bodega que vendía tamales, pero que también les guardaba la canasta grande, con la que rellenaban a la que llevaban a vender por el barrio.
Hoy en día, el negocio del tamal se ha vuelto en una suerte de empresa rentable para muchos. Ya las tamaleras no pregonan, ni casi caminan por las calles, sino que se sitúan en las puertas de las panaderías, adonde tienen sus “sitios adquiridos”; y en los cuales nadie más que ellas pueden sentarse, por derecho de “puesta de mano” (¡de cola!). Allí tienen que enfrentarse con la competencia desleal de sus vecinas, empleando toda clase de artimañas, como la de hacer amistad con los clientes, darles “yapas” como bolsitas de salsa de cebolla o un tamal más por el precio de dos, o “fiarle” al “casero” conocido.
La mayor parte de las vendedoras son mujeres, y la venta mayor se hace los fines de semana. Se prepara menor cantidad de aquellos comenzando la semana; los días miércoles y jueves. Casi el 60% de los tamaleros confeccionan su propio producto, y el resto de ellos lo compran a los productores. El 80% vende el tamal en un sitio fijo, y el resto lo hace “callejeando”. Muchos tamaleros vienen desde poblados cercanos como Mala, Chincha y Supe. En Lima hay barrios especializados en la producción del tamal, como son Surco, Huacho y Malambo, en el barrio del Rímac.
La confección del tamal es sumamente laboriosa, y entraña varias etapas para su fabricación: desde la compra de los insumos en el mercado (hoy en día se hace “delivery” de leña, hojas de plátano y carnes, si así lo desean), el lavado y pelado del maíz, la molienda (muchos lo hacen moler en molinos eléctricos), la preparación del aderezo, el cocimiento de las carnes, la preparación de la masa, la limpieza y corte de las hojas de plátano o de maíz (si son humitas saladas o dulces), y la envoltura y amarre. Finalmente, se hierve en grandes ollas que se ponen sobre cocinas de leña o de kerosén. El tamal demora varias horas para cocinar. El tamalero duerme un promedio de 4 o 5 horas por noche, y la mayor parte de ellos, los llamados “artesanales”, trabajan con la familia. Los llamados “empresarios del tamal” cuentan con empleados a los que les pagan una cantidad por ayudar con la confección.
En el Perú hay muchas variedades de tamales, que se diferencian por el tipo de maíz utilizado: ya sea blanco molido con batan, los de harina de maíz molida en molino de piedra, los de mote, o los famosos Juanes de arroz de la selva peruana. Entre los más conocidos están los cajamarquinos, los criollos, los aguachentos de Supe, los serranos, los verdes piuranos con masa sazonada con culantro, los de quinua, y los piuranos hechos con harina de maíz blanco remojado. El tipo de aderezo también varía, así como las formas de amarrar la hoja (que se distingue por el número de vueltas que se le da al junco o a la rafia).
El reparto del tamal se hace por el sistema de “coloque”. En el libro de Humberto Rodríguez Pastor, antes mencionado, Víctor Hugo, el empresario del tamal, dice que él le da una cantidad de tamales a un vendedor a un precio supuesto de 80 céntimos por cada uno, y que el vendedor lo puede revender a casi el doble, quedándose con la ganancia. Eso se convierte en un incentivo para el vendedor. Para el empresario la tarea es dura, ya que además de tener una participación importante en la elaboración del producto, tiene que organizar al personal y llevar cuenta de las entregas y ventas.
Los grandes productores de tamales (8000 a la semana, más o menos), ya se han mecanizado y tienen moledoras propias y cocinas industriales. Ellos les venden a los supermercados y se han convertido en una competencia fuerte para los que producen a menor escala. Un productor como Víctor Hugo, prepara alrededor de 1500 tamales a la semana y en festividades, produce el doble. Magaly Silva, el otro personaje del que hablamos antes, se ha convertido hoy en día en una empresaria del tamal que vende 4 mil tamales semanales, y ha sido premiada por Gastón Acurio, nuestro chef estrella, con el “Ají de Plata”. Ella es, además, una innovadora del tamal y lo rellena, ya sea con pollo, chancho, lomo saltado o pulpa de cangrejo; y la masa la hace de maíz, trigo o carapulcra.
Como dice Humberto Rodríguez Pastor: “Es importante entender que tras cualquier vendedor del tamales hay una historia de vida con mucha angustia, con muchos sinsabores, pero a su vez, hay también la proeza de luchar para vivir”…y darle una esperanza de vida a sus familias.
Lucia Newton de Valdivieso 10 de Febrero del 2010
La palabra “tamal” deviene del vocablo de la lengua azteca mexicana, “tamali”, que significa “envuelto”. El tamal es un alimento confeccionado con masa de maíz; relleno con carne de cerdo o pollo u otros tipos de carnes; envuelto en hojas de plátano, maíz, bijao, maguey o en papel aluminio; y cocinado al vapor. Su expendio y consumo es muy popular en la mayoría de los países latinoamericanos y se le conoce con nombres diversos como “hallaca” en Venezuela, “envuelto” en Colombia, “humitas” en Chile, Ecuador y Bolivia, o “pamonha” en Brasil. Su confección e ingredientes varían según las diferentes regiones y culturas.
En el Perú es un platillo obligado en los desayunos de los domingos, y está incluido en el menú de celebración de la Navidad, Año Nuevo, Fiestas Patrias, y en la presentación de todo buffet criollo.
El origen del tamal, así como el del maíz, es incierto; aunque evidencias arqueológicas nos muestran la existencia de esta gramínea, así como la de aquel alimento, en una amplia zona geográfica comprendida entre el norte de México y el sur de Chile. Según estudios hechos por el biólogo C. Earle Smith Jr. en 1980, en base a muestras recogidas en la cueva de Guitarrero en Ancash, el maíz o sara, empezó a cultivarse en su forma primitiva, en el Perú, desde hace 6,275 años. En México, de acuerdo con muestras de una cueva en Tehuacán, se estima que este producto se cultivó hace 5,200 años; lo cual daría una antigüedad mayor al maíz peruano. Estudios de restos de heces humanas en la zona costera del norte del Perú y el descubrimiento de depósitos de maíz, también corroboran la gran antigüedad de esta gramínea. Estos hallazgos son evidencia de la gran importancia del maíz en la dieta alimenticia de las civilizaciones pre-cerámicas. El maíz fue un cultivo sagrado para estas poblaciones, y fue el ingrediente principal de sus bebidas, y uno de sus principales alimentos. Los mitos y tradiciones transmitidos a través de la tradición oral identifican al maíz como una deidad. En los dibujos y ceramios y en las decoraciones de los templos precolombinos se han encontrado evidencias de la importancia de este producto para la confección de la chicha, bebida de los dioses y de los hombres, y de sus alimentos. En Caral, civilización situada en el Valle de Supe, Perú, que muestra una antigüedad de cinco a seis mil años, se han encontrado pruebas de la existencia del maíz y de la fabricación del tamal. En un informe de la arqueóloga Ruth Shady, ella dice que en uno de los entierros se encontró entre las ofrendas, “una especie de tamal carbonizado”.
Garcilazo de la Vega, en sus Comentarios Reales de los Incas, decía que: “Los incas hacían un pan de maíz que con ligeras variaciones, se empleaba, ya sea para sus sacrificios solemnes, al que llaman zancu, o para sus fiestas y para regalos, al que llamaban huminta. Al pan del pueblo le llamaban tanta.
El maíz era molido por mujeres sobre una loza ancha; machucando el grano con otra loza en forma de media luna.
El Padre Bernabé Cobo decía del maíz: “Este cereal ya se comía en forma de bollo o tanta (pan), de maíz reventado o pisankalla, de bollicos a la olla o humintas y mote patasca.
En las crónicas del Corregidor Mejía, el decía: “El tamal es de origen incano. Arranca de la humita, compuesta de maíz o choclo fresco (machucado o molido con batán) y mezclados con huacatay y queso de guanaca…bien envuelta en la fina y estriada perfolla (la hoja) mazorquil”.
Cuando vinieron los españoles, en el siglo XVI, el tamal fue incorporado a su dieta. Ellos trajeron el chancho y las gallinas e incorporaron sus carnes favoritas a este alimento. Hacían también, tamales de pichón, palomino (pichón que aún no sale del nido) y gallina. Generalmente los de cerdo se comían ordinariamente y los otros eran más populares para regalarlos. Los esclavos negros que vinieron con ellos, trajeron el gusto por el tamal desde México y Centroamérica. Al llegar al Perú incorporaron su propia sazón…los sabores de la tierra africana que habían dejado. Magaly Silva, el personaje del libro de Humberto Rodríguez Pastor, “De Tamales y Tamaleras”, dice: “La sazón se lleva internamente, y cuando uno está frente al fogón, la expone”. Bernardo Roca Rey, el famoso chef peruano, dice: “La comunidad negra contribuyó a la cocina criolla costeña dándole sabor, color y ritmo”. Ellos utilizaron salsas bien condimentadas y fuertes para aderezar las carnes, cereales y tubérculos. También incorporaron las mieles y el azúcar en la elaboración de dulces que luego se volvieron típicos desde la época colonial: Como fueron el frijol colado, el zanguito, los picarones y las mazamorras; sin dejarnos de olvidar que el típico Turrón de Doña Pepa fue invención de una negra devota del Señor de los Milagros.
A pesar de que mucho se ha dicho que los esclavos africanos aprovechaban las carnes desechadas por sus amos, como eran las entrañas de los animales; y que las condimentaban para disminuir los sabores fuertes, hay fuentes que aseveran que durante el período virreinal, éstos se consumían sin distinción entre negros, indios, españoles y criollos.
En la Lima de finales del siglo XVIII, el tamal se había convertido en la especialidad de la población negra. En el resto del país, el tamal fue indígena, y tuvo diferentes sazones según las diferentes regiones.
Con los españoles vinieron los pregones: herencia arábiga de ofrecer los productos gritando y cantando. A través de ellos anunciaban el comercio de sus mercancías; primordialmente alimentos. Los vendedores salían siempre a una hora determinada y se trasladaban por toda la ciudad montados sobre burros o mulas, anunciando su paso.
Don Ricardo Palma, nuestro celebre tradicionista, nos contaba que los vendedores reemplazaban a los relojes, pues ya todo el mundo sabía la hora en la que pasaba el vendedor de cierto producto. La tamalera venia a las 10 de la mañana, montada sobre un burro, con sendas canasta a ambos lados (Pancho Fierro la plasmó en una de sus célebres estampas) y cantaba: “Canta el maíz a las diez. De los Andes ha bajado, y en su largo recorrido, encontró su hogar perdido en la hoja de un banano. Una pita de totora lo amarró con compasión, convirtiéndolo en tamal. A pesar del mestizaje y su traje tropical, el maíz fue generoso. Y es el mismo tamalero, cuando pregone otra vez con el nieto del maíz, traerá humitas (tamales dulces o salados hechos con choclo y envueltos en hoja de aquel) a las dos (a esa hora llegaba el humitero)”. (Fuente: Jaime Arianzén).
Don Ricardo Palma nos dice que en la época de la colonia, a la Misa de Gallo le seguía una cena opípara, en la que el tamal era el plato obligado.
Aún después del virreinato, los tamales siguieron perdurando y siendo negociados. En Lima, los esclavos que vivían fuera de las casas de sus amos, trabajaban para conseguir el dinero para pagar su libertad, entre otros oficios, haciendo y vendiendo tamales.
El cronista Carlos Prince, en su libro “Lima Antigua de 1890”, describe el trajín de la tamalera de aquel entonces, y nos trae un nuevo pregón: “¡La tamalera, la tamalera! Suave…a medio y a real, tamal serranito, calientito. Ya se va la tamalera. ¿Quién me llama? Prince decía que los tamales especiales subían de precio según los condimentos que llevaran. Los de huevos y pichones costaban 4 pesos de plata. También, denunció a aquellos que envolvían los tamales en multitud de hojas para engañar al comprador con su tamaño.
Otro pregón famoso publicado por Rosa Mercedes Ayarza en 1939 dice: “¡Se va, se va la tamalera sua; no queda gente en Malambo que no coma mis tamales: blanco, cholo, chino, zambo; cómo serán de especiales. Ya se va la tamalera sua!
Con el tiempo los pregones fueron desapareciendo y surgieron las tamaleras que caminaban por las calles “gritando su mercancía”: ¡Tamalitos suaves..ricos y calientitos…tamales!” A ellas las conocí, y todavía deambulan por allí de vez en cuando. Era toda una tradición oírlas tempranito en la mañana, y verlas cargando sobre su cabeza una canasta grande llena de tamales. Ya tenían sus “caseros” (compradores regulares) que las esperaban ansiosamente para poder empezar su desayuno después de la misa. En la esquina de mi casa había una bodega que vendía tamales, pero que también les guardaba la canasta grande, con la que rellenaban a la que llevaban a vender por el barrio.
Hoy en día, el negocio del tamal se ha vuelto en una suerte de empresa rentable para muchos. Ya las tamaleras no pregonan, ni casi caminan por las calles, sino que se sitúan en las puertas de las panaderías, adonde tienen sus “sitios adquiridos”; y en los cuales nadie más que ellas pueden sentarse, por derecho de “puesta de mano” (¡de cola!). Allí tienen que enfrentarse con la competencia desleal de sus vecinas, empleando toda clase de artimañas, como la de hacer amistad con los clientes, darles “yapas” como bolsitas de salsa de cebolla o un tamal más por el precio de dos, o “fiarle” al “casero” conocido.
La mayor parte de las vendedoras son mujeres, y la venta mayor se hace los fines de semana. Se prepara menor cantidad de aquellos comenzando la semana; los días miércoles y jueves. Casi el 60% de los tamaleros confeccionan su propio producto, y el resto de ellos lo compran a los productores. El 80% vende el tamal en un sitio fijo, y el resto lo hace “callejeando”. Muchos tamaleros vienen desde poblados cercanos como Mala, Chincha y Supe. En Lima hay barrios especializados en la producción del tamal, como son Surco, Huacho y Malambo, en el barrio del Rímac.
La confección del tamal es sumamente laboriosa, y entraña varias etapas para su fabricación: desde la compra de los insumos en el mercado (hoy en día se hace “delivery” de leña, hojas de plátano y carnes, si así lo desean), el lavado y pelado del maíz, la molienda (muchos lo hacen moler en molinos eléctricos), la preparación del aderezo, el cocimiento de las carnes, la preparación de la masa, la limpieza y corte de las hojas de plátano o de maíz (si son humitas saladas o dulces), y la envoltura y amarre. Finalmente, se hierve en grandes ollas que se ponen sobre cocinas de leña o de kerosén. El tamal demora varias horas para cocinar. El tamalero duerme un promedio de 4 o 5 horas por noche, y la mayor parte de ellos, los llamados “artesanales”, trabajan con la familia. Los llamados “empresarios del tamal” cuentan con empleados a los que les pagan una cantidad por ayudar con la confección.
En el Perú hay muchas variedades de tamales, que se diferencian por el tipo de maíz utilizado: ya sea blanco molido con batan, los de harina de maíz molida en molino de piedra, los de mote, o los famosos Juanes de arroz de la selva peruana. Entre los más conocidos están los cajamarquinos, los criollos, los aguachentos de Supe, los serranos, los verdes piuranos con masa sazonada con culantro, los de quinua, y los piuranos hechos con harina de maíz blanco remojado. El tipo de aderezo también varía, así como las formas de amarrar la hoja (que se distingue por el número de vueltas que se le da al junco o a la rafia).
El reparto del tamal se hace por el sistema de “coloque”. En el libro de Humberto Rodríguez Pastor, antes mencionado, Víctor Hugo, el empresario del tamal, dice que él le da una cantidad de tamales a un vendedor a un precio supuesto de 80 céntimos por cada uno, y que el vendedor lo puede revender a casi el doble, quedándose con la ganancia. Eso se convierte en un incentivo para el vendedor. Para el empresario la tarea es dura, ya que además de tener una participación importante en la elaboración del producto, tiene que organizar al personal y llevar cuenta de las entregas y ventas.
Los grandes productores de tamales (8000 a la semana, más o menos), ya se han mecanizado y tienen moledoras propias y cocinas industriales. Ellos les venden a los supermercados y se han convertido en una competencia fuerte para los que producen a menor escala. Un productor como Víctor Hugo, prepara alrededor de 1500 tamales a la semana y en festividades, produce el doble. Magaly Silva, el otro personaje del que hablamos antes, se ha convertido hoy en día en una empresaria del tamal que vende 4 mil tamales semanales, y ha sido premiada por Gastón Acurio, nuestro chef estrella, con el “Ají de Plata”. Ella es, además, una innovadora del tamal y lo rellena, ya sea con pollo, chancho, lomo saltado o pulpa de cangrejo; y la masa la hace de maíz, trigo o carapulcra.
Como dice Humberto Rodríguez Pastor: “Es importante entender que tras cualquier vendedor del tamales hay una historia de vida con mucha angustia, con muchos sinsabores, pero a su vez, hay también la proeza de luchar para vivir”…y darle una esperanza de vida a sus familias.
Lucia Newton de Valdivieso 10 de Febrero del 2010
EXTRAORDINARIO EL ARTICULO! Mariella
ResponderBorrarMariella: siempre agradeciéndote tus comentarios. Hago lo posible por dejar llegar a mis lectores lo mejor de mí.
ResponderBorrar