DE COMO ORIENTARSE
Por Mario Zolezzi
Muchísimo antes que se descubriera la brújula los humanos recorrían la tierra descubriéndola. A veces algunos de ellos intentaban regresar a un lugar anterior y la memoria no era de gran ayuda, faltaba un método práctico, natural, alguna forma de conocimiento que ayudara. Así, supongo empezó el cultivo de las artes de la orientación humana, mirando por las noches a las estrellas y a la luna, descubriendo la ruta diaria del sol y su juego perpetuo de iluminar y crear sombras. Algún día, muy lejos como para acordarse, nuestros antepasados se atrevieron a embarcarse y navegar, para cruzar a la otra orilla de un gran río, para explorar las islas que el mar señala y que los lagos protegen. El objetivo sin duda era preciso, pero la tarea de encontrar la ruta en mar abierto se complicaría mucho.
Hasta que los sabios concibieron un método concluyente inspirado en su paciencia, la necesidad de orientarse en la vida y los territorios que juntó miles de años de observación y conocimiento sobre la posición de los cuerpos celestes, sobre Venus y Marte (nombrados de muchos modos) de la Luna y de algunos grupos destacados de estrella entre las incontables del cosmos. Cuando ese rato llegó a cuajar en el Tawantinsuyo Túpac Yupanqui lo hizo suyo arrumbando por el océano hacia la legendaria Rapa Nui, seguro de orientarse en su travesía, pese a las noches oscuras de cielo nublado que vendrían y tuvo que sufrir. Confiando, eso sí, en los cuidados y el cariño de Mama Quilla y Mama Cocha.
Asistido siempre en su navegar, con la ayuda soberbia de las brillantes ch’askas de todos los cielos, dueñas del anochecer y encargadas de desterrar la noche, de abrir paso al amanecer, el inca controló las aguas y el rumbo. Para eso estaban ese par de estrellas que brillan diferentes y más; que se visten de rojo, que despuntan entre miles de qoyllur porque -silenciosas también- no titilan ni se agrupan en rebaños como vicuñas blancas pastoreando celestiales por esas intocables alturas. Así, a veces sin visibilidad, sin mayores referencias, el hijo de Pachacutec cruzó el mar con sus tripulantes incas, disponiendo con astucia las velas de esas balsas pequeñitas, que el creyó inmensas, para recibir el viento favorable que en sabia combinación con corrientes marinas que fue encontrando, lo llevaran a no perderse en los detalles.
Orientarse fue un reto material y la irradiación del saber de amautas, impiris y otros sabios. No fue guiarse por el espíritu santo ni los apus. Fueron sus ganas, las estrellas, la luna, las que lo encauzaron, enderezaron la ruta, lo sacaron del descarrío con la ayuda soberana del padre Inti que en algún momento le envió aves, que en su vuelo migratorio evitaron que divague y caiga en algún extravío extremo, creyendo sabias las decisiones tomadas.
Así, tanteando entre las aguas, el firmamento y el cosmos llegó a las islas de piedras volcánicas y les puso nombre: Ninachumbi y Ahuachumbi, incontables años antes que un manojo de cristianos exploradores las bautizaran como islas de Pascua. Supo el inca orientarse hasta llegar con sus guerreros más allá de lo que era el Tawantinsuyo y volver después, glorioso, iluminando con sus ganas de vencedor las noches oscuras que lo invitaban a descarriarse, a perderse y a no continuar su ruta verdadera avanzando sobre el mar.
Jamás pudo enterarse Tupac Yupanqui que varios siglos antes que aprendiera bien como orientarse, al otro lado del mundo un estratega, Sun Tzu, escribió El Arte de la Guerra, advirtiendo que la suprema maestría de la guerra es derrotar a alguien sin necesidad de entablar batalla.