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lunes, 7 de junio de 2010

Chichas y Chicherías

CHICHAS Y CHICHERÍAS
         
   Jugando Sapo en la Chichería
 Martín Chambi (1931)

La chicha, néctar de los dioses de los imperios de México en la America del Norte, y de los reinos de América Central y del Sur, subsiste hasta nuestros días como parte de una larga tradición que tiene sus orígenes desde hace miles de años. El hombre descubre que el grano, al fermentarse y mezclarse con el agua, produce una bebida picante y embriagante, y la adopta como elemento ceremonial para saludar y celebrar a sus dioses. Descubre sus propiedades nutritivas y medicinales, y su uso se enraíza en su cultura.
En los albores de los pueblos agricultores de esta parte del mundo, sus dioses están ligados a la producción de sus alimentos y patrocinan a cada uno de sus cultivos. El hombre se siente agradecido, y les rinde culto a través de las ceremonias en las cuales les
ofrecen los frutos de sus cosechas, y hasta sus propias vidas. La chicha siempre estuvo presente en estas celebraciones, así como que formó parte de todas las funciones sociales y comunitarias
La chicha es una bebida con diferentes gradaciones de alcohol, que se obtiene de la fermentación del almidón o azúcares de casi todos los granos, tubérculos, raíces y frutas comestibles, mieles y otros. El origen del vocablo “chicha” no es preciso, aunque según el cronista Cobo, éste ha sido tomado de la lengua española; otros dicen que deriva de la lengua Cuna de Panamá. Según el cronista Zárate, “en lengua del Perú”, ésta se llamaba “Azúa”, y era blanca o roja según el maíz que se le echara.
Antiguamente se hacía triturando con la boca el grano de maíz recién cosechado, para mezclarlo con la saliva. Esa pasta se depositaba en vasijas de barro y se le dejaba fermentar, para luego mezclarla con agua “reposada”. Esta técnica continúa hoy en día en algunos poblados, sobretodo entre las comunidades nativas de nuestra amazonía (masato). En la actualidad, esta costumbre ha sido reemplazada, y el maíz se remoja y cubre con paja o arena mojada, produciéndose luego la germinación y fermentación. Cuando el tallo ha duplicado a la semilla, se le deja secar por tres días. Luego, se muele el maíz seco y se le agrega a unas tinajas con agua, dejándolo hervir por 12 horas. Una vez enfriado, se cierne el líquido en tela de tocuyo y se guarda. El residuo se coloca en un depósito con agua nueva y se pone a hervir. Ambos cocidos se juntan en un recipiente de barro, y se les agrega azúcar o miel de chancaca; en algunos casos le agregan “harina de chile”, para darle mayor consistencia. Se deja al sereno por tres días; al cabo de los cuales ésta puede ser envasada y consumida. A medida que pasan los días la chicha se va haciendo más fuerte. En algunos lugares, como en Lambayeque, se le agrega gallina, pata de toro, frutas o betarraga, antes de bajarla, con el fin de darle un sabor diferente.
En el Perú tenemos muchísimas variedades de chicha, que poseen propiedades nutritivas, medicinales y que son económicas. Cada región tiene su chicha especial. Entre ellas se pueden mencionar: la chicha siete semillas de Ayacucho (hecha con garbanzo, habas, maca, quinua, cebada, trigo y arveja), la chicha de quinua del Cusco, la de frutilla, el chapo (con plátano sancochado y licuado) y el masato (de yuca) propios de la selva y la chicha morada (Hecha con una variedad de maíz oriundo del Perú, es una bebida popular y refrescante, con propiedades medicinales antioxidantes, y sin contenido alcohólico). En la época prehispánica, tuvo preferencia la confección de la chicha de maíz de jora.
En los dibujos de los ceramios y textiles legados por los antiguos pobladores, se pueden observar escenas de la siembra y cosecha del maíz, así como de su utilización para la confección de sus alimentos y de la chicha. Junto con los testimonios de los cronistas, éstos han permitido una reconstrucción de la trayectoria del maíz, y de la confección y uso de la chicha como bebida ceremonial, alimenticia y medicinal. En las tumbas prehispánicas, se han encontrado mazorcas de maíz petrificadas, que evidencian la importancia de este producto como acompañante del hombre en su trayectoria al mundo de los muertos. En los restos arqueológicos de culturas como Chavín, Tiahuanaco, Huari y Pachacamac, se han encontrado vasos ceremoniales de oro, plata, madera y cerámica, con imágenes de dioses y sacerdotes guerreros, que aparecen como mudos testigos de la utilización de la chicha desde tiempos inmemoriales para celebrar a sus dioses.
Durante el imperio incaico, del que tenemos amplia información gracias al trabajo de los cronistas, se realizaban ceremonias importantes en las cuales se brindaba con chicha. Entre las principales estaban: El Cápac Raymi o fiesta de iniciación de los jóvenes orejones; el Inti Raymi o fiesta del sol, donde se celebra el solsticio del invierno, y se le ofrecen al sol ofrendas de alimentos, oro y plata, y sacrificios humanos y de animales; el Coya Raymi, o fiesta de la luna purificadora; y la Fiesta de los Muertos, adonde se rinde culto a las huacas o antepasados. En todas ellas, el Inca y sus sacerdotes se embriagaban, pues creían que así podían comunicarse mejor con sus dioses. Uno de los cronistas, Guamán Poma de Ayala, ilustra en uno de sus grabados, la figura del Inca y uno de sus capitanes, en una ceremonia de brindis con el Sol. En el firmamento se observa a un ser alado (Identificado con la Constelación de las Pléyadas), ofreciéndole un vaso del chicha al Sol.
Desde la época de los incas, y a partir de los 12 años, la mujer era la encargada del cultivo, cosecha y almacenamiento del maíz, así como de la preparación y el suministro de la chicha. Los hombres consideraban que era indecente participar en esta actividad.
En los ritos funerarios era la obligación de los deudos proporcionar comida y bebida a sus muertos. Las momias de los incas participaban activamente en las ceremonias importantes. Sus parientes en línea directa, encargados de su cuidado, limpieza y “alimentación”, las sacaban diariamente a la plaza del Cusco y brindaban con chicha, “invitándose” mutuamente entre vivos y muertos. La chicha debía de prepararse diariamente con doble función: Como acompañamiento de las comidas o como ofrenda o bebida ritual en las ceremonias.
En las ceremonias del sacrificio de niños menores de 10 años, que se hacían con ocasión de guerras o por muerte o enfermedad de los gobernantes, se emborrachaba a las víctimas, con tal de que tuvieran el estomago lleno, no pasaran frío y no sintieran su muerte.
Antes de la llegada de los españoles, existían pueblos especializados en la confección de chicha, para luego distribuirla, en forma dosificada, a la población. Según Garcilazo, los indígenas consumían alrededor de litro y medio de chicha diariamente, por persona. Nunca tomaban agua pura, pues la consideraban nociva y desagradable.
Al llegar Francisco Pizarro al Perú, se dice que Atahualpa le mando grandes vasos de esta bebida, para dales la bienvenida.
Durante los inicios de la colonia, el consumo de la chicha se extendió a casi todos los grupos sociales. Se usaba tanto en las fiestas colectivas, como en las familiares. Se volvió costumbre acompañar las cenas familiares con chicha casera de diferentes grados de alcohol. Inclusive, se le atribuyeron cualidades medicinales a este brebaje. En un recetario franciscano del siglo XVII (Adriana Atzote: “La Chicha, entre Bálsamo y Veneno”) se recomendaba tratar diarreas con chicha mezclada con “la verga del ganado pelón” o con “polvo de cuero de lagarto tostado”. El cronista Cobo decía que el concho de la chicha, aplicado sobre pies “gotosos”, quita el ardor y mitiga el dolor. En algunas zonas del Perú, hoy en día, se toma esta bebida para curar el resfrío o la tos. En Huamanga, las mujeres parturientas la toman mezclada con huevo batido para recuperarse de las debilidades del parto. La chicha de algarrobo la consideran tónica. Las propiedades nutritivas de la chicha, fueron siempre reconocidas. Se les daba a los niños recién nacidos, incluso antes que la leche y en baja gradación, “para darles fuerza”. Los españoles quedaron sorprendidos por la inexistencia total de cálculos renales entre los indios; lo cual era atribuido al consumo de aquella bebida.
El uso generalizado de la chicha durante la época de la colonia propició la aparición de las famosas chicherías; locales adonde se expendía, junto con piqueos o comidas, la famosa bebida. Éstas se convirtieron en lugares de descanso y esparcimiento durante los fines de semana, en antros adonde se buscaba “pareja”, en lugares de conspiración política, y en sitios adonde se propiciaban las riñas y actos delictivos de parroquianos ebrios. Ante el uso indiscriminado y expandido de la bebida, y alegando la propagación de las idolatrías, así como problemas relacionados con la higiene, salud (la jora era mascada por personas enfermas), la moral y buenas costumbres, así como una amenaza a la economía del reino (excusa para aumentar las rentas producidas por la venta del aguardiente), el gobierno y el clero suprimieron en varias instancias el expendio de esta bebida. Al no lograr hacerlo debido a que esta costumbre formaba parte de la cultura indígena, intentaron reglamentar su expendio, impusieron multas a la población que la consumiese, impusieron pagos anuales a las chicherías, y eliminaron estos locales del centro de la ciudad, enviándolos a su periferia. Sin embargo, como muchos de estos locales eran propiedad de la Iglesia y del Estado, y su renta producía ingresos importantes, muchas de estas disposiciones fueron incumplidas. Un ejemplo de la “rebelión” silenciosa del indígena contra las imposiciones de la corona se puede ver en un cuadro de La Última Cena que se encuentra en la Catedral del Cusco, en el cual el pan y vino han sido reemplazados por el cuy y el vaso de chicha.
Hoy por hoy, la chicha compite con la cerveza y sigue consumiéndose, sobre todo en las zonas populares y en los pueblos alrededor del Perú; y las chicherías son parte de nuestra tradición. En Piura, Lambayeque, Arequipa y Cusco, así como en las zonas populares de Lima, todavía se encuentran las típicas picanterías y chicherías, adonde se expende la chicha, acompañada de platos típicos de nuestra cocina peruana.: bandera blanca es señal de que allí se ofrece esta bebida; si tiene un ají amarillo y una lechuga en la punta, también hay piqueo criollo. La bandera roja indica que además de comida, chicha servida en “poto”, en “cojudito” o en vaso de vidrio, según la región, se puede encontrar buena música...de la criolla y de la autentica “música chicha”. Las chicherías son bautizadas de acuerdo a su ubicación (El Palo, la Esquina del Choque, el Algarrobo, etc.) o con el nombre de la dueña o una de sus características (La Rosa, La Pelona, El Rincón de la Desplumada).
Se dice que en las chicherías las dueñas amarran con sus prendas íntimas el sedimento que se posa al fondo de las tinajas, con el fin de que no se les vayan los clientes. También existe la costumbre de barrer desde la puerta hacia adentro para no espantar a los posibles parroquianos.

lunes, 8 de marzo de 2010

La Vida del Tamal


LA VIDA DEL TAMAL



La palabra “tamal” deviene del vocablo de la lengua azteca mexicana, “tamali”, que significa “envuelto”. El tamal es un alimento confeccionado con masa de maíz; relleno con carne de cerdo o pollo u otros tipos de carnes; envuelto en hojas de plátano, maíz, bijao, maguey o en papel aluminio; y cocinado al vapor. Su expendio y consumo es muy popular en la mayoría de los países latinoamericanos y se le conoce con nombres diversos como “hallaca” en Venezuela, “envuelto” en Colombia, “humitas” en Chile, Ecuador y Bolivia, o “pamonha” en Brasil. Su confección e ingredientes varían según las diferentes regiones y culturas.
En el Perú es un platillo obligado en los desayunos de los domingos, y está incluido en el menú de celebración de la Navidad, Año Nuevo, Fiestas Patrias, y en la presentación de todo buffet criollo.
El origen del tamal, así como el del maíz, es incierto; aunque evidencias arqueológicas nos muestran la existencia de esta gramínea, así como la de aquel alimento, en una amplia zona geográfica comprendida entre el norte de México y el sur de Chile. Según estudios hechos por el biólogo C. Earle Smith Jr. en 1980, en base a muestras recogidas en la cueva de Guitarrero en Ancash, el maíz o sara, empezó a cultivarse en su forma primitiva, en el Perú, desde hace 6,275 años. En México, de acuerdo con muestras de una cueva en Tehuacán, se estima que este producto se cultivó hace 5,200 años; lo cual daría una antigüedad mayor al maíz peruano. Estudios de restos de heces humanas en la zona costera del norte del Perú y el descubrimiento de depósitos de maíz, también corroboran la gran antigüedad de esta gramínea. Estos hallazgos son evidencia de la gran importancia del maíz en la dieta alimenticia de las civilizaciones pre-cerámicas. El maíz fue un cultivo sagrado para estas poblaciones, y fue el ingrediente principal de sus bebidas, y uno de sus principales alimentos. Los mitos y tradiciones transmitidos a través de la tradición oral identifican al maíz como una deidad. En los dibujos y ceramios y en las decoraciones de los templos precolombinos se han encontrado evidencias de la importancia de este producto para la confección de la chicha, bebida de los dioses y de los hombres, y de sus alimentos. En Caral, civilización situada en el Valle de Supe, Perú, que muestra una antigüedad de cinco a seis mil años, se han encontrado pruebas de la existencia del maíz y de la fabricación del tamal. En un informe de la arqueóloga Ruth Shady, ella dice que en uno de los entierros se encontró entre las ofrendas, “una especie de tamal carbonizado”.
Garcilazo de la Vega, en sus Comentarios Reales de los Incas, decía que: “Los incas hacían un pan de maíz que con ligeras variaciones, se empleaba, ya sea para sus sacrificios solemnes, al que llaman zancu, o para sus fiestas y para regalos, al que llamaban huminta. Al pan del pueblo le llamaban tanta.
El maíz era molido por mujeres sobre una loza ancha; machucando el grano con otra loza en forma de media luna.
El Padre Bernabé Cobo decía del maíz: “Este cereal ya se comía en forma de bollo o tanta (pan), de maíz reventado o pisankalla, de bollicos a la olla o humintas y mote patasca.
En las crónicas del Corregidor Mejía, el decía: “El tamal es de origen incano. Arranca de la humita, compuesta de maíz o choclo fresco (machucado o molido con batán) y mezclados con huacatay y queso de guanaca…bien envuelta en la fina y estriada perfolla (la hoja) mazorquil”.
Cuando vinieron los españoles, en el siglo XVI, el tamal fue incorporado a su dieta. Ellos trajeron el chancho y las gallinas e incorporaron sus carnes favoritas a este alimento. Hacían también, tamales de pichón, palomino (pichón que aún no sale del nido) y gallina. Generalmente los de cerdo se comían ordinariamente y los otros eran más populares para regalarlos. Los esclavos negros que vinieron con ellos, trajeron el gusto por el tamal desde México y Centroamérica. Al llegar al Perú incorporaron su propia sazón…los sabores de la tierra africana que habían dejado. Magaly Silva, el personaje del libro de Humberto Rodríguez Pastor, “De Tamales y Tamaleras”, dice: “La sazón se lleva internamente, y cuando uno está frente al fogón, la expone”. Bernardo Roca Rey, el famoso chef peruano, dice: “La comunidad negra contribuyó a la cocina criolla costeña dándole sabor, color y ritmo”. Ellos utilizaron salsas bien condimentadas y fuertes para aderezar las carnes, cereales y tubérculos. También incorporaron las mieles y el azúcar en la elaboración de dulces que luego se volvieron típicos desde la época colonial: Como fueron el frijol colado, el zanguito, los picarones y las mazamorras; sin dejarnos de olvidar que el típico Turrón de Doña Pepa fue invención de una negra devota del Señor de los Milagros.
A pesar de que mucho se ha dicho que los esclavos africanos aprovechaban las carnes desechadas por sus amos, como eran las entrañas de los animales; y que las condimentaban para disminuir los sabores fuertes, hay fuentes que aseveran que durante el período virreinal, éstos se consumían sin distinción entre negros, indios, españoles y criollos.
En la Lima de finales del siglo XVIII, el tamal se había convertido en la especialidad de la población negra. En el resto del país, el tamal fue indígena, y tuvo diferentes sazones según las diferentes regiones.
Con los españoles vinieron los pregones: herencia arábiga de ofrecer los productos gritando y cantando. A través de ellos anunciaban el comercio de sus mercancías; primordialmente alimentos. Los vendedores salían siempre a una hora determinada y se trasladaban por toda la ciudad montados sobre burros o mulas, anunciando su paso.
Don Ricardo Palma, nuestro celebre tradicionista, nos contaba que los vendedores reemplazaban a los relojes, pues ya todo el mundo sabía la hora en la que pasaba el vendedor de cierto producto. La tamalera venia a las 10 de la mañana, montada sobre un burro, con sendas canasta a ambos lados (Pancho Fierro la plasmó en una de sus célebres estampas) y cantaba: “Canta el maíz a las diez. De los Andes ha bajado, y en su largo recorrido, encontró su hogar perdido en la hoja de un banano. Una pita de totora lo amarró con compasión, convirtiéndolo en tamal. A pesar del mestizaje y su traje tropical, el maíz fue generoso. Y es el mismo tamalero, cuando pregone otra vez con el nieto del maíz, traerá humitas (tamales dulces o salados hechos con choclo y envueltos en hoja de aquel) a las dos (a esa hora llegaba el humitero)”. (Fuente: Jaime Arianzén).
Don Ricardo Palma nos dice que en la época de la colonia, a la Misa de Gallo le seguía una cena opípara, en la que el tamal era el plato obligado.
Aún después del virreinato, los tamales siguieron perdurando y siendo negociados. En Lima, los esclavos que vivían fuera de las casas de sus amos, trabajaban para conseguir el dinero para pagar su libertad, entre otros oficios, haciendo y vendiendo tamales.
El cronista Carlos Prince, en su libro “Lima Antigua de 1890”, describe el trajín de la tamalera de aquel entonces, y nos trae un nuevo pregón: “¡La tamalera, la tamalera! Suave…a medio y a real, tamal serranito, calientito. Ya se va la tamalera. ¿Quién me llama? Prince decía que los tamales especiales subían de precio según los condimentos que llevaran. Los de huevos y pichones costaban 4 pesos de plata. También, denunció a aquellos que envolvían los tamales en multitud de hojas para engañar al comprador con su tamaño.
Otro pregón famoso publicado por Rosa Mercedes Ayarza en 1939 dice: “¡Se va, se va la tamalera sua; no queda gente en Malambo que no coma mis tamales: blanco, cholo, chino, zambo; cómo serán de especiales. Ya se va la tamalera sua!
Con el tiempo los pregones fueron desapareciendo y surgieron las tamaleras que caminaban por las calles “gritando su mercancía”: ¡Tamalitos suaves..ricos y calientitos…tamales!” A ellas las conocí, y todavía deambulan por allí de vez en cuando. Era toda una tradición oírlas tempranito en la mañana, y verlas cargando sobre su cabeza una canasta grande llena de tamales. Ya tenían sus “caseros” (compradores regulares) que las esperaban ansiosamente para poder empezar su desayuno después de la misa. En la esquina de mi casa había una bodega que vendía tamales, pero que también les guardaba la canasta grande, con la que rellenaban a la que llevaban a vender por el barrio.
Hoy en día, el negocio del tamal se ha vuelto en una suerte de empresa rentable para muchos. Ya las tamaleras no pregonan, ni casi caminan por las calles, sino que se sitúan en las puertas de las panaderías, adonde tienen sus “sitios adquiridos”; y en los cuales nadie más que ellas pueden sentarse, por derecho de “puesta de mano” (¡de cola!). Allí tienen que enfrentarse con la competencia desleal de sus vecinas, empleando toda clase de artimañas, como la de hacer amistad con los clientes, darles “yapas” como bolsitas de salsa de cebolla o un tamal más por el precio de dos, o “fiarle” al “casero” conocido.
La mayor parte de las vendedoras son mujeres, y la venta mayor se hace los fines de semana. Se prepara menor cantidad de aquellos comenzando la semana; los días miércoles y jueves. Casi el 60% de los tamaleros confeccionan su propio producto, y el resto de ellos lo compran a los productores. El 80% vende el tamal en un sitio fijo, y el resto lo hace “callejeando”. Muchos tamaleros vienen desde poblados cercanos como Mala, Chincha y Supe. En Lima hay barrios especializados en la producción del tamal, como son Surco, Huacho y Malambo, en el barrio del Rímac.
La confección del tamal es sumamente laboriosa, y entraña varias etapas para su fabricación: desde la compra de los insumos en el mercado (hoy en día se hace “delivery” de leña, hojas de plátano y carnes, si así lo desean), el lavado y pelado del maíz, la molienda (muchos lo hacen moler en molinos eléctricos), la preparación del aderezo, el cocimiento de las carnes, la preparación de la masa, la limpieza y corte de las hojas de plátano o de maíz (si son humitas saladas o dulces), y la envoltura y amarre. Finalmente, se hierve en grandes ollas que se ponen sobre cocinas de leña o de kerosén. El tamal demora varias horas para cocinar. El tamalero duerme un promedio de 4 o 5 horas por noche, y la mayor parte de ellos, los llamados “artesanales”, trabajan con la familia. Los llamados “empresarios del tamal” cuentan con empleados a los que les pagan una cantidad por ayudar con la confección.
En el Perú hay muchas variedades de tamales, que se diferencian por el tipo de maíz utilizado: ya sea blanco molido con batan, los de harina de maíz molida en molino de piedra, los de mote, o los famosos Juanes de arroz de la selva peruana. Entre los más conocidos están los cajamarquinos, los criollos, los aguachentos de Supe, los serranos, los verdes piuranos con masa sazonada con culantro, los de quinua, y los piuranos hechos con harina de maíz blanco remojado. El tipo de aderezo también varía, así como las formas de amarrar la hoja (que se distingue por el número de vueltas que se le da al junco o a la rafia).
El reparto del tamal se hace por el sistema de “coloque”. En el libro de Humberto Rodríguez Pastor, antes mencionado, Víctor Hugo, el empresario del tamal, dice que él le da una cantidad de tamales a un vendedor a un precio supuesto de 80 céntimos por cada uno, y que el vendedor lo puede revender a casi el doble, quedándose con la ganancia. Eso se convierte en un incentivo para el vendedor. Para el empresario la tarea es dura, ya que además de tener una participación importante en la elaboración del producto, tiene que organizar al personal y llevar cuenta de las entregas y ventas.
Los grandes productores de tamales (8000 a la semana, más o menos), ya se han mecanizado y tienen moledoras propias y cocinas industriales. Ellos les venden a los supermercados y se han convertido en una competencia fuerte para los que producen a menor escala. Un productor como Víctor Hugo, prepara alrededor de 1500 tamales a la semana y en festividades, produce el doble. Magaly Silva, el otro personaje del que hablamos antes, se ha convertido hoy en día en una empresaria del tamal que vende 4 mil tamales semanales, y ha sido premiada por Gastón Acurio, nuestro chef estrella, con el “Ají de Plata”. Ella es, además, una innovadora del tamal y lo rellena, ya sea con pollo, chancho, lomo saltado o pulpa de cangrejo; y la masa la hace de maíz, trigo o carapulcra.
Como dice Humberto Rodríguez Pastor: “Es importante entender que tras cualquier vendedor del tamales hay una historia de vida con mucha angustia, con muchos sinsabores, pero a su vez, hay también la proeza de luchar para vivir”…y darle una esperanza de vida a sus familias.

Lucia Newton de Valdivieso 10 de Febrero del 2010

Los Pregones: Aromas de Mistura




AROMAS DE MISTURA
Parte II



Una mixtura o mistura es una mezcla o incorporación de varias cosas; es una porción compuesta de varios ingredientes.
En Lima, ciudad de los pregones voceados por los cientos de vendedores que se constituyeron en el “reloj hablado” de la ciudad, no dejaron de marcar su recorrido las famosas mistureras, cuya grácil imagen fue realzada y perdurada en la genial acuarela costumbrista de Pancho Fierro y de otros pintores de la época como José Gil de Castro o Vidal y Lazarte, quienes dejaron testimonio de aquella Lima virreinal y de los primeros años de la Republica.
Por casas y calles se paseaban toda clase de mercachifles; y la Plaza Mayor, hasta bien entrada la Republica, era utilizada como mercado. Las mistureras, vendedoras de paquetes hechos con flores, hierbas, especias y frutas olorosas se ubicaban entre calles y portales, ofreciendo coquetamente su mercadería. Después de la misa de la catedral, adonde iba lo más selecto de la sociedad de aquel entonces, vestido con sus más elegantes ropajes, era costumbre de los galanes obsequiar a las damiselas a quienes requerían, con un “pucherito de mistura”. Los precios de aquellos variaban según la calificación que daba la vendedora al comprador; por lo que la calle adonde éstas se ubicaban, solían llamarla “La calle del Peligro”. Don Ricardo Palma, en sus Tradiciones Peruanas nos cuenta que: “Las mistureras se sentaban en la vecindad del Sagrario, lugar bautizado como Cabo de Hornos, porque todo galán que por allí se arriesgara a pasar, a buen librar salía con un cuarto de onza menos en el bolsillo, gastado en un ramo de flores o en un pucherito de mistura.” Si la misturera lo veía adinerado, o si su acompañante le hacía un guiño de complicidad, el precio podía subir en comparación con los que se le cobraban a damas que iban solas o acompañadas de un señor de menor elegancia. Los pucheritos de mistura se vendían a toda hora; en especial los domingos y feriados. Por supuesto que había aquellos que querían impresionar a su pareja, y pagaban hasta una onza de oro…sin reclamar su vuelto. ¡¡¡Los adulones existieron en toda época!!!!
En su artículo “Vida Cotidiana en la Lima Colonial y del siglo XIX” de 1935, Carlos Patrón nos describe de qué estaba formado el tal puchero de flores. “Una margarita, un palillo, uno o dos capulíes; igual número de cerezas y de naranja agria, puesto todo sobre una hoja de plátano del tamaño del cuadro de una octava parte del pliego del papel, amarrada con cintas, salpicados encima de flores de manzanilla, del alhelí amarillo, del jazmín, de las violetas, la aroma, la margarita, y sobre ellas, unas ramas pequeñas de albahaca, del chocho, y a veces, ya una vara de jacinto, y una de junco o de frutilla: todo esto rociado con agua de olor ordinaria, o agua rica, o aguardiente de ámbar. Este puchero valía medio real, pero con los diversos agregados de las naranjitas de Quito, el albaricoque, las manzanitas ambareadas, las frutillas grandes, el níspero, la lúcuma pequeña, los claveles llamados entonces de la Bella Unión, las marimoñas, las mimosas, los tulipanes y demás flores recientes, recrecía su precio hasta dos o tres pesos; que podía llegar a 6 o 7 pesos, cuando tenía la flor nombrada artemisia (flor fragante de la familia de las margaritas), de valor arbitrario.” Estos paquetes eran llamados pucheros, quizás relacionándolos con aquella sopa típica en la que se mezclan diferentes tipos de carnes, legumbres y verduras. Don Ricardo Palma, en su Tradición, La Trenza de sus Cabellos, describe también a los famosos pucheritos, preferencia de las muchachas de la época: “La moda no era lucir constantemente aderezos de rica pedrería, sino flores; y tal moda no podía ser más barata para padres y maridos, que con medio real de plata salían de compromisos y aun sacaban alma del purgatorio. Todas las tardes de verano cruzaban por las calles de Lima varios muchachos, y al pregón de ¡el jazminero! salían las jóvenes a la ventana de reja, y compraban un par de hojas de plátano sobre las que había una porción de jazmines, diamelas, aromas, suches, azahares, flores de chirimoya y otras no menos perfumadas. La limeña de entonces buscaba sus adornos en la naturaleza y no en el arte”. Asimismo, Max Radiguet, un marino viajero francés, acompañante del Mariscal Petit Thouars, quien vivió cinco años en Lima, dice en un acápite de su libro sobre sus impresiones de Lima y la Sociedad Peruana, en 1841: “En la limeña hay a la vez, de la avispa y del colibrí. Tiene, como la primera, un fino corpiño y un dardo que es el epigrama; y del segundo, el color brillante, el vuelo caprichoso y desigual, y de ambos, un amor inmoderado al perfume y a las flores. Se la ve bajo los portales revolotear codiciosamente de un cesto a otro de las mistureras, y a veces le ocurre acosar a un transeúnte de cierta calidad con toda clase de zalamerías y gentilezas para obtener de su generosidad algún ramillete ansiado. (Generalmente las mujeres que actuaban así, se refugiaban en los tan criticados vestidos de “tapadas”) En la época en que la maniobra de que hablamos florecía con un brillo que se va extinguiendo cada día, se llamaba «Calle del Peligro» al sitio ocupado por las ramilleteras. Las sirenas ejercían seducciones tan irresistibles, que los cicateros, para evitar este pasaje peligroso daban vueltas inmensas, o si por aventura se aventuraban, no era sino después de haberse tapado prudentemente las orejas, como los marineros de Ulises en el Mar Tirreno.” Las mistureras eran de raza india o negra. Estas últimas muchas veces eran esclavas libertas, o cautivas que se dedicaban a la venta de sus productos con el fin comprar su libertad a sus patrones. Como dato curioso, vale referir que el agasajo a los visitantes de las casas acomodadas era tal que la señora de la casa los regalaba cuando se despedían, con pastillas de sahumerio, de briscado, mixtura, y les rociaban los pañuelos con perfumes delicados. Durante la época de la procesión del Señor de los Milagros, muchas esclavas liberadas que trabajaban como sirvientas en casas acomodadas, eran enviadas a esta celebración, con vestidos y alhajas prestadas por sus “amas”, llevando sobre un azafate de plata, toda una suerte de fragantes frutas mechadas con clavo de olor, sobre las que incrustaban banderitas, angelitos y flores hechas de canela, ramitos de flores frescas, y pastillas de canela y azúcar envueltas en papeles de colores. Y al son de la procesión, iban repartiendo sus misturas entre los fieles asistentes. Hoy en día las mistureras han desaparecido, pero forman parte del recuerdo de una Lima que se fue… pero que no se ha ido, porque sus tradiciones han quedado para siempre plasmadas en las notas, diarios y comentarios de aquellos que pensaron en preservar y contarnos las costumbres de aquellas épocas.

De Nicomedes Santa Cruz, nuestro famoso decimista, transcribo: “El Romance y Pregón de la Misturera”, escrito el 19 de Octubre de 1962:
Tras una pequeña mesa, con un cajón por asiento, estaba la misturera sus pucheritos vendiendo “¡Pucheritos de mistura, violetas y pensamientos…! Pucheritos de mistura! ¡De jazmines los pucheros!”
Se ubicó la misturera, -allá por 1700- en el Portal de Escribanos y Portal de Botoneros. (Ostentan hoy los portales enlosado pavimento, pero del tiempo que os hablo, empedrado estaba el suelo); Formando tapiz policromo los desmenuzados pétalos daban florido alfombrado, haciendo alegre el paseo. “¡Pucheritos de mistura, violetas y pensamientos, Pucheritos de mistura! ¡De Jazmines los pucheros…!
Separan la flor del tallo, cortándola por el cuello. Es la flor de una cabeza guillotinada del cuerpo. Luego de esta operación-arrojando el tallo acéfalo-aquellas flores surtidas son lo que llaman “puchero”. En un vaso de papel, hecho por hábiles dedos, acomodan los jazmines, violetas y pensamientos. “¡Pucheritos de mistura que tienen variable precio! ¡Baratos, sola la dama! ¡Caros sin compañero!
El regalo de mistura fue indispensable en tal tiempo. Más de un galán a su dama consiguió con tal obsequio. El amigo de la familia-como el que deseaba serlo-recurriendo a la mistura-pasó de puertas adentro…. “Pucheritos de mistura que allá por el setecientos, fueron la expresión galante de tan romántico tiempo…”

Lucia Newton de Valdivieso 2 de Marzo de 2010

miércoles, 3 de marzo de 2010


AROMAS DE MISTURA
Parte I



A través de la historia las flores han recreado nuestros sentidos con su fragancia, suavidad al tacto, y su hermosura. En ellas crece y se regenera el milagro de la naturaleza. Las flores, en todas sus variedades, aromas y colores, han sido perpetuadas a través del arte, la literatura, arquitectura, farmacopea, cocina, y ritos ceremoniales de todas las culturas del mundo. A través de los mitos y tradiciones de los pueblos, se ha transmitido la importancia y participación de este regalo de la naturaleza en la vida de las culturas.
En los dibujos y alto relieves de los murales de los templos y cámaras funerarias y en los demás vestigios arqueológicos de la gran civilización egipcia, se vislumbra la importancia de las flores para la decoración y para los ritos ceremoniales. Estas se emplearon en la producción de barbitúricos, afrodisíacos, de perfumes y aceites revitalizadores y en ungüentos para embalsamar a sus muertos durante los ritos funerarios. En los altos relieves de las tumbas egipcias, por ejemplo, se han encontrado representaciones de procesiones de dolientes que avanzan oliendo nenúfares, para adormecer su dolor (esta flor tiene efectos narcóticos). En la tumba de Tutankamón se encontró un ramillete de flores en muy buen estado de conservación. Al costado de los muertos se ponía una vasija llena de tierra muy mojada y sembrada con semillas que germinarían dentro de las tumbas, con el fin de simbolizar el renacimiento del alma. Al cerrar las tumbas, se dejaba en la antesala, un ramillete de flores que simbolizaba también, el resurgimiento de la vida después de la muerte.
En Grecia y en Roma se rindió un culto extremo a las flores. Estas coronaron y calmaron a los dioses del Olimpo y a sus súbditos terrenales. En los festivales y en las fiestas de la cosecha se adornaban profusamente los alrededores con flores y se esparcían toda clase de pétalos por el suelo. En las casas siempre había guirnaldas de flores frescas, olorosas frutas y hojas. Se ofrecían coronas de flores a los visitantes, para refrescarlos después de una travesía. En los relieves de piedra de las viviendas, se representaba a las flores.
La rosa, flor preferida de estas civilizaciones, aparece por primera vez en Grecia. De flor salvaje de cinco pétalos que crece entre la maleza de los arenales y evoluciona gloriosa para convertirse en una “doncella de cien pétalos”, la rosa fue adorada, tanto por los dioses como por los hombres. Hasta sus colores son “teñidos” por los dioses. La rosa blanca es obra de la diosa Venus quien al nacer y salir del mar, la tiñe de blanco con la espuma que lleva en sus pies; y se vuelve roja cuando la diosa pisa las espinas de un rosal, y la tiñe con su sangre.
Las rosas se emplearon en coronas y guirnaldas. Se dice que Jano, el dios de las dos caras; aquel que miraba al pasado y al presente, y por quien se nombró el primer mes del año, fue el inventor de los ramilletes de rosas; y que en Grecia, las ramilleteras los ataban con cintas.
Los guerreros romanos se iban a sus guerras con una rosa en la mano, y eran recibidos con aquellas mismas flores; y en las festividades se alfombraban los caminos con ellas.
Se dice que en Roma surgieron los primeros invernaderos, con techos de fino alabastro y cuyos suelos eran calentados por un sistema de tubos por los cuales corría agua caliente. Así se aseguraba la provisión de rosas para las primeras fiestas de la primavera. La rosa significó candor y amor. Según Eça de Queiróz, el escritor brasilero de los años 1800, de quien mi abuela guardaba algunos ejemplares de sus libros, y a quien yo leía a hurtadillas cuando era niña, nos contaba que en Roma “no había triunfo sin rosas, y ningún funeral sería sentido y piadoso, sin que las rosas recordasen en él la fragilidad de la vida.”
Las flores, expresión de belleza de la naturaleza, han cantado a los amores y han acompañado a las declaraciones amorosas.
En Babilonia, India y Japón, y en las culturas avanzadas de América, las flores fueron integradas a su farmacopea, cocina y decoración, de lo cual existe testimonio a través de sus dibujos y grabados en sus frisos, textiles y cerámica.
Los pintores del Renacimiento y del Barroco las convirtieron en tema de sus cuadros y los arreglos florales y bouquets para celebrar el amor, se volvieron populares. En el siglo XIX, los británicos no podían percibir decoraciones que no tuviesen flores. Las corrientes asiáticas para la decoración floral, china y japonesa se hicieron sentir, ya a fines del siglo XIX.
En el imaginario popular, se ha dado un simbolismo a cada flor, así como al color de cada una de ellas. Así las azucenas significan pureza y perfección; la rosa, según su color, significa amor puro, si es roja. La blanca (símbolo de la casa inglesa de York), es llamada la flor de la luz, y simboliza pureza. La amarilla se asocia con celos e infidelidad.
Se cuenta que de las copiosas lagrimas que vertía la Virgen María sobre el suelo, al sufrir por el padecimiento de su hijo Jesús, surgieron los bellísimos claveles. No me extraña que Ann Jarvis, al designar una fecha para la celebración del Día de la Madre, eligiera al clavel como símbolo eterno del amor de una madre.
En París, Barcelona, en Inglaterra y el resto de Europa, nacieron las ramilleteras: aquellas floristas ambulantes o estacionadas en puestos a la intemperie, que con su gracia y candor supieron engatusar a los eternos celebrantes del amor y galantería de aquellos tiempos.


Lucia Newton de Valdivieso 28 de Febrero de 2010