Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Si me hubiera dicho que era operable, tampoco me habría operado. Siempre pensé: cuando me digan que tengo cáncer, me dejaré morir sin hacerme una maldita radiación, una maldita quimioterapia, y ahora ha llegado el momento de ser valiente y morir con estilo. La muerte es algo que define a una persona. Yo quiero morir con estilo, si eso es posible. Quiero morir en esta casa, en mi cama, sin molestar a nadie, sin engañarme con tratamientos estúpidos, sin condenarme a un calvario de náuseas y vómitos para vivir si acaso un año más. Nada de eso tiene sentido. Elijo morir tranquilo, a mi aire, alejado de los hospitales que tanto deploro. Mi medida del éxito siempre ha sido bien simple: ni un solo día en una cárcel, ni un solo día en un hospital.
La vida es realmente absurda, inexplicable. He esperado tantos años a que mi madre compartiera su fortuna conmigo y cuando eso finalmente ocurre me dicen que tengo cáncer y con suerte viviré seis meses. Llevo veinte años esperando a que mi madre me haga rico, veinte años. Mi madre no quiso vender las minas que heredó de mi padre, se empecinó en seguir al mando de esos negocios que ella dirigía tercamente sin entender gran cosa, dejando las decisiones empresariales en manos de dos gerentes, Pepe Pinzón y Nacho Zamorano, que eran dos ases consumados en hacerle trampas y robarle plata a la minera sin que ella se diera cuenta. Pepe y Nacho se hicieron ricos manejando las minas a espaldas de mi madre. Yo no quise intervenir, no me correspondía, todas las acciones serie B que heredé al morir mi padre las vendí enseguida y con esa plata he vivido tranquilamente, sin necesidad de trabajar. No me quejo, he vivido bien, haciendo lo que me daba la gana, pintando, exponiendo mis cuadros, haciendo una vida de artista, sin jefes, sin horarios, sin hijos, con absoluta libertad. Pero no he tenido éxito como pintor, no he sido reconocido como artista, a nadie le interesa comprar mis cuadros ni exhibirlos, y eso me duele, me humilla, no debería decirlo, pero me duele que mi madre no tenga un solo cuadro mío colgado en su casa y que mi hermana Clotilde tampoco tenga un solo cuadro mío y que ambas encuentren siempre una excusa diplomática para no ir a mis exposiciones. Soy un fracaso como pintor y no lo digo porque esté enfermo y muriéndome, es un hecho: el cuadro que más caro he vendido lo vendí en diez mil dólares y me lo compró borracha mi amiga del colegio Pía Montero, que luego se arrepintió y se lo regaló a su novio español y cuando pelearon él se quedó con mi cuadro y lo tiró a la piscina y lo disolvió en cloro, menudo crápula.
Hace poco mi madre vendió las minas a un grupo suizo. Hay que reconocer que la vieja supo esperar el momento perfecto para vender. No quiso vender cuando le ofrecían cien, no quiso vender cuando le ofrecían doscientos, esperó y esperó y gracias a los chinos todo subió y terminó vendiendo en trescientos. Con gran sabiduría la vieja partió la torta en tres: cien para ella, cien para mi hermana, cien para mí. Todo quedó en el banco Safra de Ginebra, nadie tenía por supuesto la intención de pagar impuestos. Yo tenía todo bien planeado para cuando llegara el momento soñado de heredar a mi madre y ser por fin un hombre rico. Fue maravilloso ver en la computadora mi estado de cuenta en Ginebra y leer los numeritos que me permitirían ser rico el resto de mi vida. Tengo cincuenta y tres años, no tengo hijos, no tengo esposa, soy gay, no tengo novio, soy gay pero no ejerzo, estoy en el clóset, nadie sabe que soy gay o todos lo saben y nadie habla de eso porque a nadie le importa, y la verdad es que no tengo ganas de tener novio oficial porque ya tengo varios novios diminutos al lado de mi cama: mis pastillas para dormir, mis pastillas para controlar la ansiedad, mis pastillas para aliviar el estreñimiento, mis pastillas para bajar el colesterol, mis pastillas para que no se me caiga el pelo. Esos son mis novios, los químicos enanos, y con ellos vivo feliz y no necesito a nadie que venga a meterme la mano y ponerme en cuatro, yo solito me hago mi afinamiento de vez en cuando.
Lo que necesitaba era plata para no vivir todo el año en Lima. No soporto Lima en invierno, es deprimente. Me he pasado los últimos veinte años pensando cómo viviría cuando mi madre vendiese la minera y me diese mi parte. Cómo me ha hecho sufrir con su empecinamiento de no vender barato. Pero hay que reconocer que la vieja tenía razón: en su lugar yo hubiese vendido en setenta o en ochenta lo que ella supo vender juiciosamente en trescientos limpios. Y cuando por fin vendió y me hizo heredar y me dispuse a vivir la vida que siempre había soñado, cuando ya podía comprarme un departamento en Nueva York y otro en Buenos Aires y una casita arriba de Sitges mirando el mar, ahora que ya tengo la plata para vivir no en Lima sino en el mundo, viajando, viendo una película cada noche, comiendo donde me dé la gana, visitando museos, viendo los cuadros que otros pintaron por mí, reconociendo que el talento es una cosa que por desgracia me resultó esquiva, ahora que ya puedo vivir la película que siempre imaginé para mí, ahora ya es tarde, es imposible, tengo la plata para ser feliz y sin embargo me viene a fallar la salud, qué ironía, me dan cien millones y al mes siguiente me dicen que tengo cáncer.
Lo peor de todo es que la plata no sirve para curarme. No hay cura, no hay remedio, no hay operación que me devuelva la vida que se me escapa. Me dan fortuna por un lado y por el otro me quitan salud y me recuerdan que hay alguien tirando los dados y riéndose allá arriba. Maldita sea, quién me hubiera dicho que me daría cáncer por vivir en este barrio. Este fue siempre un barrio noble, tranquilo, con parques y heladeros, con vigilantes particulares, con gente que se conoce de toda la vida. Quién me hubiera dicho que las antenas que pusieron en ciertas casas vecinas traerían la desgracia al barrio: los niños más saludables enfermaron de pronto y se fueron muriendo como pollitos sin que nadie se explicara por qué se corrompían unos niños que no merecían ese final, después se murieron de cáncer y de pena sus padres y sus abuelos, y ahora que me ha dicho que tengo cáncer el doctor Almenara, me lo ha confirmado él mismo: es por la radiación de las antenas que pusieron en los techos de sus casas los necios de Víctor Monzón, Emiliano Botín y Manolo García-Pye. ¿Por qué carajo tenían que poner esas antenas que trajeron la enfermedad y la muerte, unas antenas que se han llevado a doce niños del barrio después de hacerlos sufrir en los mejores hospitales de Houston y ahora me han hecho crecer una pelota cancerosa en el cerebro y me van a humillar como si no hubiera sido suficiente la humillación de ser un pintor fracasado e ignorado por su propia familia? Porque los necios de Víctor Monzón, Emiliano Botín y Manolo García-Pye eran muy ricos y competían entre ellos para ver quién ponía la antena satelital más absurdamente grande en el techo de su casa para poder hablar por sus teléfonos encriptados sin que nadie los escuchara, y no había ley ni alcalde que les impidiera poner lo que les diese la gana, y así pusieron esas antenas gigantescas y luego vino pérfidamente la radiación y ahora los tres están muertos y el alcalde ha mandado retirar las antenas pero ya es tarde, ya me jodieron a mí también, ya me comí la radiación y ahora ¿quién me saca esta antena podrida que tengo en la cabeza?
Ahora que por fin soy rico, estoy muriéndome. Ahora que puedo irme a vivir a Buenos Aires, a Nueva York, a Barcelona, no me dan las fuerzas para tomar un taxi hasta el aeropuerto, la sola idea de estar en un aeropuerto me da náuseas, me deprime, me frena por completo. He vivido toda mi vida pensando en ser rico y cuando por fin me llueve la plata del cielo ya es tarde para gastarla y disfrutarla. Mi madre asistirá a mi sepelio, dirá unas palabras en mi memoria, elevará una plegaria sentida y se quedará con mi dinero: es de ella, siempre fue de ella y a ella ha de volver cuando yo muera. De momento hay una sola cosa que me da ilusión: caminar al parque cada tarde, comprar un helado, conversar con el heladero y comerme el helado de lúcuma sin apuro mientras veo cómo se derrite y caen las gotas en mis pantalones gastados.