GOLONDRINAS
A finales de la década del sesenta, Tarapoto, era un pueblo apacible y acogedor. Todos nos conocíamos, la gente era más amable y gentil, nada pasaba desapercibido. Todo fluía con suavidad y sencillez.
Sin embargo en el mundo, eran épocas de mucha convulsión social y política; Latinoamérica era una olla de grillos, golpes de estado y juntas militares por todos lados, Velasco que había terminado con la democracia y una era de expropiaciones y reformas revolucionarias, - muchas de ellas injustas - iban a cambiar el rostro del Perú para siempre; para muchos, para bien; para algunos para mal. La CIA metida en todo, hasta en los calcetines, según Fidel; el Ché había muerto estúpidamente en Bolivia; la guerra de Vietnam desangraba tanto a vietnamitas como a gringos, por cuya causa hubo muchas protestas globales que algunas veces fueron sangrientas; los israelíes endiosaban a Moshé Dayán; Biafra que moría de hambre; Mao con su China roja, desatando su revolución cultural; Nixon que acababa de ganar las elecciones de su país; una guerra fría que por momentos se calentaba, Solzhenitsin que me tenía podrido; Paulo VI que continuó con el Concilio Vaticano II y revolucionaba al pueblo católico; el hombre que llegó a la luna; los hippies y sus melenas, estaban también los Beatles, los Rolling Stones, Led Zeppelin, el gran Jimi Hendrix que cerró en Woodstock, et caetera. Alguna vez, mi madre me dijo horrorizada: - “Tú eres un rebelde, ¡cuidadiiiito que te vayas a convertir en jipi, sería mi mueerte!, ¡todos esos drogadictos se van a ir al infierno!”, mi abuela por su parte decía: - “¡Jesús, José y María, a dónde hemos llegado!, ¡hijito, tú tienes que ser sacerdote, no un jipi cochino!” – Pero secretamente, yo quería ser un jipi bueno, - no un buen jipi – sino, uno sin drogas y aun así, siendo un anti-sistema, igualito me iría, derechito al cielo (Pero bueno, desde el vientre de mi madre yo soy un anti-sistema, pero ese es un secreto que jamás se lo diré a nadie).
Pero, ¿cómo era posible que un niño pudiese saber todas esas cosas? Pues porque mi padre me enviaba a comprarle los periódicos “La Prensa” y “El expreso”, dos o tres veces por semana, los domingos incluía “El Comercio”. Con todos los suplementos y demás, la información que recibía y asimilaba era fabulosa. Así de simple.
Mas, comparativamente con el resto del Perú y el mundo, Tarapoto era un oasis de paz. Teníamos nuestros sacha-jipis, los novoleros ya se iban quedando, sonaban Los Tíos Queridos, Los Iracundos, Los Ángeles Negros; la única disco-tienda era “Discos Shapumba”; la cafetería: “Coffee Mónaco”; la heladería: Memín; la gaseosa: “Las Delicias”, “Twist” y “Bimbo”; el hotel, el del “gringo Ericksson” que era sueco, no gringo. “Satco” y “Faucett” nos llevaban y traían de Lima, Chiclayo, Trujillo e Iquitos.
¡Perú se había clasificado al mundial de México ‘70! Recuerdo que para los partidos clasificatorios, mi tío Carlos Vidaurre, me llamaba desde el patio de su casa a la mía, sólo un huerto nos separaba, así que era como estar en una sola casa: - “¡¡Chaaals!! (Él me llamaba Charles o Challe por Roberto Challe, el jugador de Universitario, equipo del que era hincha acérrimo) - “¡Ya va a empezar el partido, apúrate!” - Yo avisaba a todos y a nadie en mi casa: - “¡Ya regreso, voy donde el tío Carlitos!” – Ya “Unión la radio” estaba en los preliminares y el tío, nervioso chupaba naranja tras naranja. ¡Ese hombre vivía, respiraba, comía, bebía y sufría puro fútbol! Y ahí, a punta de naranjas, gritábamos, maldecíamos, saltábamos y bailábamos como dos niños cuando Perú metía un gol.
Cuando le tocaba jugar en los pueblos por el “Unión Católica”, o por puro gusto, siempre me llevaba para “aprender de él”; pero en realidad era para cuidarle la ropa, porque según me contó, una vez le robaron los zapatos y tuvo que regresarse en chimpunes; otra vez le robaron los chimpunes y tuvo que jugar con zapatos. También me decía, - “Esos juanguerrinos juegan patacalas y patean como mula, sus pies parecen de fierro. ¡Pucha!, yo les tengo miedo, cuando te cae un patadón, ¡te duele hasta el huihuano!”-
Con el asunto del mundial, todos estábamos muy emocionados y el Perú entero lleno de esperanzas; Polo Campos estrenaba su famoso “Perú campeón” y Velazco Alvarado, aprovechaba muy bien toda esa favorable coyuntura.
En fin, éramos muy afortunados. Nuestros ríos estaban vivos y eran temibles cuando se enfurecían, ¡hasta el Choclino! Todavía no había esa migración salvaje y feroz que finalmente destruyó este paraíso, ¡No había motocarros!

En ese entonces, yo tenía unos nueve años y solía escaparme de mi casa aprovechando la pequeña siesta que mis padres se tomaban después del almuerzo. Me deslizaba como un pequeño gato, evitando la mirada fisgona de mis hermanos acusetes y de las "muchachas" que trabajaban en la casa. Cuando llegaba al portón hecho de calaminas, por más que lo abría de a poquitos, éste finalmente me delataba; entonces emprendía veloz carrera hacia la casa de mi abuela Elena, que quedaba a la vuelta en Jiménez Pimentel, en la siguiente manzana. Aunque apretaba el paso lo más que podía, miraba de reojo mis piernas pequeñas y regordetas moverse tan lentas que me desesperaba, mientras escuchaba esa voz chillona detrás de mí: -¨¡¡Yaaa sehaescapado el Juaaaaaan!!''-, ¡Uy!, ¡cómo la odiaba! Al llegar a la gruesa puerta pintada de marrón, tocaba apurado y en resollos. 
Me abría el siempre adusto Manuelito, el criado cojo y lerdo de mi abuela que me decía: -"Mama Elena está descansando, no le fastidies"-, entonces me ponía a jugar en el jardín, imaginándome a mí mismo en situaciones fantásticas, saltando entre unas piedras rojizas y un horcón que sostenía en su extremo superior un huingo cortado poco más arriba de la mitad, que tenía por tapa un plato viejo de fierro enlozado y que contenía un poco de sal de Pilluana mezclada con agua de lluvia que mi abuela recogía con una concha para prepararse las comidas. Debajo del huingo se formaban pequeñas estalactitas de sal que a mí se me antojaban como formaciones peligrosas de un planeta lejano.

Podría decirse que mi abuela convivía con la muerte, porque dormía con su ataúd en el piso, al costado de su cama. Era un ataúd común de madera con una cruz negra en alto relieve incrustada en la cabecera de la tapa, -"Es de caoba"- decía orgullosa. Al principio me pareció muy extraño y tenebroso y, aunque nunca dejó de inquietarme, finalmente me acostumbré a su presencia. Alguna vez le pregunté por qué lo hacía y me respondió con toda llaneza: - "Ahí me van a enterrar"- Y en efecto, así fue algunos años después.

Cuando mi abuela se levantaba de su siesta, era todo una ceremonia: Se santiguaba con la Señal de la Cruz apostólica, después besaba una cruz grande envuelta y cosida en tocuyo que colgaba de su cuello, luego se calzaba sus sandalias de suela y cuero de tiras negras, a continuación salía al patio donde con toda calma se alisaba los cabellos para lo cual usaba un peine de cuerno. Ella presumía mucho, - "Ya quisieran muchas tener este pelo tan largo, fino y sedoso" -, decía, mientras se pasaba una y otra vez el peine a lo largo de su larga cabellera que le llegaba hasta la cintura. Al final se hacía una especie de moño que sujetaba con una peineta que luego cruzaba con una agujeta.

Mi abuela nunca se reía con la boca, sólo entornaba los ojos y en su boca se dibujaba una mínima forma de sonrisa, casi hierática, parecía más una mueca. - "Si te ríes muy fuerte te vas a arrugar como una pasa. ¡No seas tonto!" - me decía. Aunque creo que ella lo hacía más para evitar que se le cayera la dentadura postiza; porque ella reía mucho, con esa risa fácil de la gente sin preocupaciones que le sale desde el fondo del estómago y le brota natural como cascadas burbujeantes.

Mi abuela me contaba muchas historias de gente que había conocido. También de como mi abuelo, dejando su familia y amigos, su tierra Navarra: Mendívil o Mendibil, que en euskera: mendi biribil, significa bosque circular o monte redondo; en diciembre de 1912, un pequeño grupo de sacerdotes y hermanos, partieron de Iruña, Bilbao, hacia Galicia, de donde el 1 de Enero de 1913, zarparon en un barco de vapor llamado “Aidán”, que desde su salida de los puertos de Vigo y de La Coruña, atracó primero en Río de Janeiro, después en Mar del Plata, continuando luego a través del Cabo de Hornos, por el paso del pirata, (cuando salieron de España, el Canal de Panamá todavía estaba en construcción. Se inauguró en 1914, el mismo año en que se inició la I Guerra Mundial); de las tormentas que casi hicieron zozobrar el barco; el frío, el miedo y el hambre; su paso por Valparaíso y por último el Callao y de todas las peripecias que tuvo que afrontar acompañando como hermano lego, a seis Sacerdotes Pasionistas, junto a otros cinco legos como él, que venían desde la península a evangelizar a los "infieles". Fueron recibidos en Lima por el arequipeño Monseñor Lissón, Obispo de Chachapoyas - que algunos años después fue Arzobispo del Lima -, quién los había invitado al Perú en su afán de atender su extensa Diócesis. Acompañados por Monseñor, salieron de Lima hacia Chachapoyas, donde a su llegada fueron muy bien recibidos. Después, a lomo de mula y caminando, atravesaron la cordillera por aquellos senderos inmemoriales por los que transitaron desde nuestros abuelos, hasta nuestros choznos.
Llegaron primero a Rioja, luego Moyobamba y finalmente, casi cinco meses después de la partida, arribaron en Tarapoto que había sido elegido como centro de actividades por su ubicación estratégica. Algunos de estos sacerdotes se establecieron en Juanjui, Saposoa, otros en Lamas y Moyobamba, otros siguieron hacia Yurimaguas, Lagunas, Jeberos y San Lorenzo en el río Marañón, en la provincia de Alto Amazonas en Loreto. Después hubo varios viajes más. En esta primera expedición, vino como superior el legendario P. Atanasio Jáuregui que fue después Obispo de Yurimaguas, P. Arsenio Sáinz, P. Hipólito Beláustegui, P. Eleuterio Fernández quién antes del año perecería ahogado en las aguas del río Huallaga, el queridísimo P. Andrés Asenjo que fue párroco de nuestra ciudad por muchos años, P. Tomás Pestana, Hno. Bernabé Guridi, Hno. Felicísimo Menica, Hno. Marcelino Salinas, Hno. Jeremías Ugarte, Hno. Domingo Menica, y el Hno. Silverio Barrena. Algunos de estos sacerdotes procedían de Guipúzcoa, Vizcaya, Palencia, Lugo, etc. Todos vascos. 
Sin duda, historias de hombres heroicos y corajudos que antitéticamente con sus antepasados, no venían ni por oro ni por plata, sino movidos por una fe inquebrantable, y convencidos de su destino sagrado que algunas veces fue trágico. Fue para ellos una verdadera misión, a la que se prodigaron íntegramente, porque se dieron por entero con la población tanto mestiza como indígena en las condiciones más precarias inimaginables.
No sólo hicieron trabajo misionero, sino que adentrándose “En el corazón de la selva” (P. Martín Corera), hicieron trabajo antropológico recabando valiosa información que fue vital para muchos fines, también hicieron trabajo social, educativo con la población indígena, a quienes en la medida de lo posible, rescataron de la inopia y los defendieron a capa y espada de la esclavitud a la que vivían sometidos por mestizos y extranjeros (Véase: Época del caucho). Ellos sirvieron como puente entre la civilización y la barbarie, - algunos hasta fueron asesinados -, dejando así una impronta de pundonor y verdadera fe católica, que pese a las calumnias y falsedades de ciertos grupos y personas ignorantes y mezquinas, sólo debe ser motivo de orgullo y ejemplo para sus sucesores y nuevas generaciones.

Mi abuela decía siempre con amargura: -"Cómo es posible, que ni siquiera una mísera calle de este pueblo de ingratos y desconsiderados, lleve el nombre de por lo menos uno de esos hombres y que sin embargo, hay calles que ostentan el nombre de “un montón” de gente insignificante que nunca hizo nada por este pueblo, y hasta de idiotillas y borrachines de esquina."- (Tiempo después, la calle del “campo de los curas”, recibió el nombre del lego Bernabé Guridi, quién junto a mi abuelo, además de un bello parral que cultivaban y del que elaboraban vino, cuidaban, sembraban, cosechaban y criaban animales para la manutención del grupo. Martínez de Compagnon, no cuenta porque perteneció a otro contexto histórico, en una época muy anterior y circunstancias diferentes.)

Con respecto a mi abuelo Marcelino Salinas Armendáriz, que en ese entonces tenía veintinueve o treinta, la historia no la tengo muy clara; pero parece ser, que el hecho de haber conocido a mi abuela y después haberse casado con ella, ocasionó problemas muy graves en el grupo, ya que ellos venían con una misión y comprometidos con una causa. Si bien era cierto que mi abuelo no era cura, es decir, no había recibido las órdenes sacerdotales, ni había hecho votos de castidad, también en cierta forma había traicionado a sus compañeros y mentores. Creo que por esa razón, mi abuelo sólo es mencionado en la lista de los doce que salieron de España, pero luego, pese a aparecer en muchas fotografías de la época, no se le nombra para nada. Esto parece confirmarse porque mientras hacía esto, investigando un poco, encontré un documento-memoria escrito, no sé si por Jáuregui, Lissón, o alguien muy enterado en estos asuntos, en el que literalmente dice lo siguiente:

[... Pero las pruebas de la cruz que normalmente acompañan al evangelizador, se presentaron de forma muy punzante sobre el grupo misionero. Antes que se cumpliera un año de la llegada,
- El P. Eleuterio Fernández, en acto de servicio ministerial, desaparecía ahogado en las aguas del río Sapo.
- Algunos de los hermanos empezaron a flaquear en su vocación.
- La dispersión de las así llamadas "parroquias", hacía que vivieran muy alejados e incomunicados unos de otros.
- Estaban bajo la impresión de estar al margen de la vida pasionista, según se describe en las Reglas y Constituciones.
¿Por qué la congregación no examinó previamente las consecuencias que traía la vida misionera? Creo que no hubo cálculos ni estrategias para apoyar este trabajo...
...El capítulo provincial del año 1917, en fidelidad a las reglas, emitió el decreto de supresión de la presencia Pasionista en San Martín y ordenó la retirada de todos los misioneros. Era una solución salomónica entre la fidelidad a la regla y la fidelidad al pueblo misionado. Algunos salieron de la misión, otros se resistieron bastante y siguieron en su campo de trabajo. ALGUNO DEJÓ TAMBIÉN LA VIDA RELIGIOSA. Así, en medio de sufrimientos y pruebas, la Congregación pasionista echaba bases para la futura iglesia sanmartinense, para convertirse más tarde en la Prelatura de Moyobamba...]

Posteriormente, el obispo Lissón, interpuso sus buenos oficios ante la Santa Sede y consiguió revertir este decreto de supresión. La historia es algo larga pero muy interesante.http://amazoniapasionista.wordpress.com/historia/

Cómo puede notarse a través de esta memoria, mi abuelo no fue el único que falló pero sí el único que abandonó la vida religiosa. Dentro de todo esto y en relación a ese espinoso asunto, si algo bueno puedo decir de mi abuelo, es que fue lo suficientemente honesto para asumir la responsabilidad de sus acciones, aunque esto le acarreó graves consecuencias como se verá más adelante.

En esa época, tanto sacerdotes como legos, vestían hábito, puesto que todos eran religiosos y además era obligatorio (creo que esa fue la razón por la que algunos de ellos se ahogaron). A simple vista no había ninguna diferencia entre ellos; por eso mucha gente, en su ignorancia, cree hasta el día de hoy que mi abuelo fue cura. Aun a mí, cierta gente me decía en son de burla que yo era “hijo de cura”, como si estuviese maldito por ello.

Cuando mi abuela falleció, encontré en su maleta tirada en la parte trasera de la casa de mis padres, un documento mecanografiado con la rúbrica de mi abuelo, en muy mal castellano (su lengua materna era el euskera y aparentemente no tenía mayor instrucción), en donde refería algunas de las cosas que narro aquí, pero por una razón y por respeto, me abstuve de leerlo completo. Eran como quince o veinte páginas en papel copia. No obstante, las enrollé y guardé en una cajita cilíndrica de cartón con tapa que cerré herméticamente con cinta adhesiva. Pasaron dos años más y me fui a Lima. Cuando regresé un año después, todos mis “tesoros” y cosas que guardé, las de mi adolescencia y hasta las de mi niñez, habían desaparecido.

Ahora, como ya dije, todos esos asuntos le acarrearon graves consecuencias a mi abuelo, porque aparentemente fue separado, sino expulsado del grupo y quizá hasta con amenazas de excomunión. Y como siempre había vivido en la vida religiosa, no estaba preparado para afrontar eficientemente la vida fuera de la congregación y menos aún con familia. Así que se fue a vivir con mi abuela al distrito de Morales, en una choza a orillas del río Cumbaza, donde, parece ser, vivían de la pesca. Eran muy pobres y fue en esas circunstancias que nació mi padre. Hubo una ocasión en que la crecida del río les quitó todo, incluso mi abuela con mi padre en brazos estuvieron a punto de perder sus vidas. Fueron tiempos muy duros para ellos. Con el tiempo, parece ser, cuando Jáuregui se fue, sus antiguos compañeros lo acogieron nuevamente, seguramente compadecidos de su triste condición, le dieron auxilio y trabajo, pero como ciudadano laico y su situación fue mejorando poco a poco. Apoyaba como organista en las misas y hacia trabajos para la parroquia. Tenía también una pequeña bodega y además elaboraba vino que comercializaba. También trabajó en la Municipalidad de Tarapoto e hizo una donación importante a la ciudad.
Pero aparentemente, todo este sufrimiento, dejó sus marcas en él, convirtiéndolo en un ser amargado, taciturno y malhumorado. Tenía 81 años cuando murió de un infarto al corazón en 1965. Vivió 51 años en Tarapoto y nunca regresó a su tierra.

Sólo conservo dos vagos recuerdos de él; uno, de cuando estaba vivo y el otro, el de su velorio. 
Lo recuerdo detrás del mostrador de cristal de su bodega, pintado de verde claro, sacando de un botellón un “bastoncito,” que era una galleta alargada en forma de bastón con puntitos picados, dulce y con cierto sabor a canela que a mí me gustaba mucho; luego, él se inclinó hacia mí para alcanzármelo. Tenía una nariz enorme y me sonreía con cariño.
Luego recuerdo a Juanito Salinas, el hijo de Ángel Salinas Serena, un español que vino a trabajar para “Caminos”, así se llamaba en ese entonces, la sección del Ministerio de Transportes que construía las carreteras. No tenía ningún parentesco con mi padre, era sólo una afortunada coincidencia, porque se hicieron muy amigos y mientras vivieron en esta ciudad fuimos muy allegados. Decía que recuerdo a su hijo, mi tocayo que ya era un jovencito, levantándome de mi cama, arropándome y poniéndome los zapatos mientras yo protestaba, después me tomó de la mano y me llevó casi a rastras a la casa de mi abuela por la calle débilmente iluminada; era de noche. Recuerdo el único foco incandescente iluminando escasamente la vereda que daba al patio donde había unas bancas largas, en donde algunas personas se habían sentado cabizbajas. De una de las habitaciones, salía la potente luz de una “Petromax”. Yo tenía cuatro años.

El resto, no lo conozco, porque cuando me acercaba a mi padre para que absolviera mis interrogantes, él me rechazaba, nunca pude sacarle nada. ¡Y es que quería preguntarle tantas cosas!, sobre mis abuelos, sobre su vida, sus amigos, sus amores, quién fue, qué hizo; cómo es que fue un imbatible campeón de ciclismo; por qué dejó sus estudios de medicina en la Universidad de Trujillo y cómo fue que terminó estudiando en “la Normal” de Requena al mismo tiempo que servía a su patria; cómo fue que gestionó el primer motor de luz para San Cristóbal de Sisa; como fue que gestionó y dirigió la construcción de la primera escuela de Morales a punta de “capacho” con los padres de familia, donde ahora se yergue la I. E. “Francisco Izquierdo Ríos”; cómo fue que con sendas cartas dirigidas al mismísimo Juan Velazco Alvarado, consiguió que a un campesino le devolvieran sus tierras confiscadas por la reforma agraria; en qué y dónde trabajó, qué sabía sobre la historia de la ciudad y cómo ésta fue creciendo, sobre la historia de la aviación civil local que era un tema él conocía bastante y a mí me interesaba muchísimo por obvias razones. Era un fanático de las rancheras mejicanas, le gustaba la fotografía, y también la filmación de películas caseras. Fue además un gran apicultor que sentó escuela en la región. Por la pureza de su producto, tuvo pedidos de los EUA a donde había enviado muestras, pedidos que cumplió no sin cierta dificultad porque su producción era artesanal. Con la implementación de la reforma agraria, los cultivos agrícolas empezaron a ser tecnificados y esto implicaba mucha deforestación; el uso de pesticidas, insecticidas, fungicidas y toda una serie de químicos que empezaron a matar a sus abejas. La producción de miel cayó a tal punto que sólo cosechaba para nuestro consumo, negándose a vender su magra producción. Algunos le sugirieron que les diera azúcar a sus abejas, “como hacían todos”, pero él era un hombre de principios y jamás lo hizo. Prefirió apartarse del negocio.
¡Tantas cosas! Mi padre falleció hace algunos años. Fue un gran hombre, pero pocos lo supieron. Se llamaba Ángel Nicolás Salinas Flores.

Cuando mi abuela terminaba con sus relatos, le abundaba en preguntas sobre los detalles que a mí me interesaban, pero ella no los conocía a profundidad, o los callaba, y eso me frustraba un poco. Mi curiosidad era insaciable, pero siempre me contaba las mismas historias con algo diferente o con algunos añadidos u omisiones, y con eso yo iba redondeando las ideas.

Cuando el sol empezaba a ponerse y el calor disminuía, se acercaba el momento que esperaba con ansiedad. Me ponía en cuclillas, estiraba los brazos sobre mis rodillas y entrelazaba mis manos para contemplar mi espectáculo secreto y personal: El retorno de las golondrinas al nido. Con sus trinos alborozados acercándose, se anunciaban. La luz del sol vespertino se reflejaba sobre sus pechos blancos y sus alas negras con iridiscencias azuladas, recreando en sus revoloteos efectos de sombras y de luz en la amarillenta y tosca pared de tapial pintada de cal que yo contemplaba fascinado. Podía ver como en cámara lenta, las pequeñas horquillas de sus colas en perfecta sincronía con sus alas puntiagudas, adoptando formas extrañas y balanceándose para frenar y cambiar de dirección en su caótico pero preciso vuelo.
Era una especie común y pequeña, anidaban en una abertura grande en el encuentro entre la pared y el terrado, donde debía haberse asentado una viga. El alboroto duraba entre diez a quince minutos, después de los cuales sólo se escuchaban murmullos hasta que se silenciaban totalmente.

- “¿Siempre han estado aquí?” –, 
- “No, vienen un día y luego sólo se van. Pero no te preocupes, ¡de seguro que van a estar aquí para navidad!”-. 

Por eso, siempre he sentido que el sol de la tarde que muere, es aún más radiante que el sol del amanecer, y aquellas golondrinas eternas con sus trinos alegres, como ecos lejanos de un pasado feliz, siempre regresan a mí para ofrecerme pequeños momentos de paz y quietud, como islotes de salvación en medio de mis tormentos.

Mi abuela me esperaba pacientemente, luego me llamaba desde la cocina: - "¡Mutishco!, ¡Ven ya a tomar tu purarruca, que está bien calientita!, ¡Mira que ya va ser hora!" -. Ya me había frito un huevo redondo, blanco y perfecto con la yema sin reventar, y un maduro muro-muro en tiras largas, bien frito y un poco quemadito que tanto me gustaba. A veces me preparaba un ponche de huevos que batía con una huíllita que hacía girar uniendo sus dos manos sobre su eje, como si fuera un shucshu, y al que después agregaba un poco de café de olla y me lo servía acompañado de un suspiro grande bañado en perlas de caramelo. Pero cuando me preparaba su deliciosa sopa de ajos, ¡era un manjar!, me terminaba la olla entera, y me la tomaba agregando en el plato pequeños trocitos de pan tostado con ajonjolí. - "Esta es la sopa de la tierra de tu abuelo Marcelino que en paz descanse, ¡Papa Mashico, era vasco de pura cepa! y tú tienes sangre española, ¡Por eso te gusta este puchero!" - me decía pretenciosa, pero yo no le creía.

Poco antes de las seis, empezaban los preparativos para ir a misa. -"¡Mañuco, alístate!"-, y Manuelito, dejaba sus remiendos que era a lo que dedicaba la mayor parte de la tarde, toda su ropa era de puro remiendos y burdas puntadas con hilos y retazos de diferente género. Se calzaba sus ojotas que sujetaba a sus pies deformes con soguillas de esparto; después se ponía su única prenda buena: su camisa dominguera blanca de manga larga que también usaba para ir a misa, luego se ceñía un chumbe para ajustar sus pantalones, al que daba dos vueltas sobre su cintura antes de hacer el nudo. Era muy obediente y trabajador. Su obligación durante el día era la de acompañar a mi abuela a todo lugar a donde iba, hacer la limpieza y abastecer el hogar de leña que cortaba y recogía del huerto de la casa de mis padres. Todo lo hacía silbando una misma cancioncilla nativa que me cuesta mucho recordar.

Mi abuela se ponía al cuello su rosario de cuentas de madera negra y un gran crucifijo, después extendía su mantilla de encaje gris sobre sus hombros como si fuera un chal, tomaba su manojo de llaves gigantescas que ataba a su cintura y decía: - “¡Vámonos!, ¡El Señor, espera!” – Mi abuela me tomaba de la muñeca, nunca de la mano, y empezábamos a caminar con Manuelito cinco pasos detrás. 
La iglesia vieja quedaba a cuadra y media en la plaza de armas, creo que era una de las iglesias más grandes del Perú, el Altar y el campanario daban al Jr. Jiménez Pimentel y la puerta posterior, cerca de donde se guardaba las andas del Señor de los Milagros, al Jr. Martínez de Compagnon, frente al Cine Central. Por ser tan larga, la gigantesca puerta principal estaba al costado, en el centro y daba a la Plaza de Armas. Algunos años atrás, la cárcel de la ciudad estaba al otro lado, a la altura del Altar. Mi abuela decía: - “Toda cárcel debería estar al costado de una iglesia, así se salvarían muchas almas” –

Ni bien ingresábamos a la iglesia, nos santiguábamos y si me olvidaba de hacerlo me daba un pequeño codazo, luego nos dirigíamos a la imagen de “Fray Martincito” del que mi abuela era muy devota, le ponía una vela y luego seguíamos con “Santa Rosita de Lima” a la que ponía otra vela, después nos dirigíamos hacia el altar donde mi abuela tenía “su sitio” en la segunda banca del lado derecho, donde nos sentábamos. Manuelito se sentaba exactamente detrás. Ya había algunas “señoras piadosas” empezando el Rosario y mi abuela las acompañaba. Al principio sus Padre Nuestros y Ave Marías eran claros y nítidos, pero a medida que Los Santos Misterios iban avanzando, se convertían es pequeños silbidos que a mí me amodorraban.

A mí me gustaban mucho las homilías de un joven sacerdote llamado P. Clemente Sobrado, eran muy dinámicas y divertidas. Me reía tanto con sus ocurrencias que algunos volteaban a mirarme cejijuntos. En la escuela le decíamos “el padre carioco”, porque era delgado y colorado, sobre su cuello largo resaltaba una gran nuez de Adán y cuando caminaba de un lado a otro, su pelo lacio y largo saltaba como la cresta de un gallito de pelea. De hecho, fue él quién me suministró la primera comunión.
Mi abuela comulgaba todos los días y cada vez que iba con ella, también yo lo hacía. Después de la bendición, salimos por la gran puerta donde a veces se encontraba con alguna otra mama; mama Exilda, mama Juana, mama no se qué, y se ponían a conversar por un rato mientras yo impaciente le daba pequeños tironcitos de la falda para que se apurara. Después tomándome de la muñeca, caminábamos calle abajo por Martínez de Compagnon, hacia mi casa a cuadra y media.

En esa ocasión, la puerta estaba abierta, pero mi abuela no me soltaba mientras tocaba en ella. Apareció mi padre y sólo la miró a ella, quien inmediatamente le dijo:
-“Aquí te traigo a mi nieto, ha estado conmigo toda la tarde, hemos ido a misa y ha hecho el Rosario conmigo, ¡los cinco misterios!, sin dormirse ni una sola vez y además ha comulgado”-, 
- Pero mentía, me había dormido hasta babear -
-“¡Pues este crío se ha escapa’o, madre!”-
- “Déjale entrar, ¡no le pegues!, ¡lleva a Cristo adentro!” –
Ante este argumento inapelable, mi padre solo dijo: 
- “¡Bueeeno!, por esta vez qué entre pues” 
En la penumbra de la noche, mientras mi padre me tomaba de la muñeca, busqué la mirada de mi abuela, ella me miró y me hizo un guiño pícaro y una sonrisa de alivio tan grande que me dolió la cara se iluminó en mi rostro, mientras ella se alejaba calle abajo con Manuelito siempre, cinco pasos detrás.

Mi abuela falleció cuando yo tenía dieciséis. Después de la muerte de Manuelito, mi abuela, muy a su pesar, tuvo que trasladarse a la casa de mis padres, donde le asignaron una habitación apartada que le daba cierta independencia. La noche anterior, cenó temprano con nosotros y después se fue a misa, sola. Hacía ya mucho tiempo que mi condición de adolescente había dispersado mis intereses y mi abuela no tenía mi atención, pero a veces la acompañaba a misa, pero sólo para dejarla o regresarla. Ella no se molestaba, me miraba con mucha comprensión y sin ningún resentimiento. 
Ese día me levanté muy temprano, tenía que secar con la plancha mi camisa de uniforme que había lavado la noche anterior; el planchador estaba muy cerca de la puerta de la habitación de mis padres, en el segundo piso. Entonces escuche en los escalones las pisadas apuradas de mi padre que llegó casi corriendo y muy pálido, e irrumpiendo en el cuarto, le dijo a mi madre: 
- “¡Milia, creo que mi madre está muerta!” -, 
- “¡¿Qué?!, ¡no creo!, debe estar bien dormida” -, 
-“¡No!, la he llamado, la he sacudido y ¡nada!, ¡no reacciona!” -
Dejé la plancha y de un par de saltos ya estaba en la habitación de mi abuela, me acerqué a su cama y no se movía, le toqué la frente y tenía esa gelidez que todos entendemos inmediatamente, parecía estar profundamente dormida, y juro, que estaba sonriendo. 

Estoy seguro, que cuando tenga que marcharme de este valle, en mi viaje final, me convertiré de nuevo en ese niño y mi abuela vendrá, me tomará de la muñeca y me dirá: -“¡Vámonos!, ¡el Señor, espera!” -. Y yo caminaré con ella y le preguntaré muchas cosas y también le contaré todas esas cosas que nunca pude decirle a nadie y ella me escuchará y me responderá con paciencia, y cuando estemos ante las puertas del cielo, ella dirá: -“¡Abran las puertas, vengo con mi nieto!”- Y cuando Pedro interponga sus naturales objeciones, mi abuela le dirá: -“¡Déjale entrar, lleva a Cristo adentro!”-.

Después de todo, ¿Quién podría sustraerse a los imperativos de una abuela querendona?

P.S.
Hace algunos días, me fui solo, a un lugar muy bello, a despejarme y contemplar el paisaje. Mientras estaba sumergido en pensamientos y disquisiciones, algo me llamó la atención, ¡estaba escuchando los trinos de mis queridas golondrinas!, entonces las vi y los ojos se me anegaron de lágrimas. Me puse a pensar, por qué estaban ahí, si las había buscado tanto, por todos lados, sin encontrarlas jamás. Entonces comprendí la razón: Los indígenas de Lamas no han cambiado mucho, conservan sus tradiciones y costumbres casi incólumes, se han adaptado a los tiempos modernos sin desprenderse de sus raíces. También vi que viven en harmonía con sus vecinos mestizos y son respetados y queridos, como debe ser. Es un pueblo admirable. Fueron todas esas cosas las que me impulsaron a escribir esto.
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