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viernes, 21 de septiembre de 2012

La Misturera




AROMAS DE MISTURA
Parte I




A través de la historia las flores han recreado nuestros sentidos con su fragancia, suavidad al tacto, y su hermosura. En ellas crece y se regenera el milagro de la naturaleza. Las flores, en todas sus variedades, aromas y colores, han sido eternizadas a través del arte, la literatura, arquitectura, farmacopea, cocina, y ritos ceremoniales de todas las culturas del mundo. A través de los mitos y tradiciones de los pueblos, se ha transmitido la importancia y participación de este regalo de la naturaleza en la vida de las culturas.
En los dibujos y alto relieves de los murales de los templos y cámaras funerarias y en los demás vestigios arqueológicos de la gran civilización egipcia, se vislumbra la importancia de las flores para la decoración y para los ritos ceremoniales. Estas se emplearon en la producción de barbitúricos, afrodisíacos, de perfumes y aceites revitalizadores y en ungüentos para embalsamar a sus muertos durante los ritos funerarios. En los altos relieves de las tumbas egipcias, por ejemplo, se han encontrado representaciones de procesiones de dolientes que avanzan oliendo nenúfares, para adormecer su dolor (esta flor tiene efectos narcóticos). En la tumba de Tutankamón se encontró un ramillete de flores en muy buen estado de conservación. Al costado de los muertos se ponía una vasija llena de tierra muy mojada y sembrada con semillas que germinarían dentro de las tumbas, con el fin de simbolizar el renacimiento del alma. Al cerrar las tumbas, se dejaba en la antesala, un ramillete de flores que simbolizaba también, el resurgimiento de la vida después de la muerte.
En Grecia y en Roma se rindió un culto extremo a las flores. Estas coronaron y calmaron a los dioses del Olimpo y a sus súbditos terrenales. En los festivales y en las fiestas de la cosecha se adornaban profusamente los alrededores con flores y se esparcían toda clase de pétalos por el suelo. En las casas siempre había guirnaldas de flores frescas, olorosas frutas y hojas. Se ofrecían coronas de flores a los visitantes, para refrescarlos después de una travesía. En los relieves de piedra de las viviendas, se representaba a las flores.
La rosa, flor preferida de estas civilizaciones, aparece por primera vez en Grecia. De flor salvaje de cinco pétalos que crece entre la maleza de los arenales y evoluciona gloriosa para convertirse en una “doncella de cien pétalos”, la rosa fue adorada, tanto por los dioses como por los hombres. Hasta sus colores son “teñidos” por los dioses. La rosa blanca es obra de la diosa Venus quien al nacer y salir del mar, la tiñe de blanco con la espuma que lleva en sus pies; y se vuelve roja cuando la diosa pisa las espinas de un rosal, y la tiñe con su sangre.
Las rosas se emplearon en coronas y guirnaldas. Se dice que Jano, el dios de las dos caras; aquel que miraba al pasado y al presente, y por quien se nombró el primer mes del año, fue el inventor de los ramilletes de rosas; y que en Grecia, las ramilleteras los ataban con cintas.
Los guerreros romanos se iban a sus guerras con una rosa en la mano, y eran recibidos con aquellas mismas flores; y en las festividades se alfombraban los caminos con ellas.
Se dice que en Roma surgieron los primeros invernaderos, con techos de fino alabastro y cuyos suelos eran calentados por un sistema de tubos por los cuales corría agua caliente. Así se aseguraba la provisión de rosas para las primeras fiestas de la primavera. La rosa significó candor y amor. Según Eça de Queiróz, el escritor brasilero de los años 1800, de quien mi abuela guardaba algunos ejemplares de sus libros, y a quien yo leía a hurtadillas cuando era niña, nos contaba que en Roma “no había triunfo sin rosas, y ningún funeral sería sentido y piadoso, sin que las rosas recordasen en él la fragilidad de la vida.”
Las flores, expresión de belleza de la naturaleza, han cantado a los amores y han acompañado a las declaraciones amorosas.
En Babilonia, India y Japón, y en las culturas avanzadas de América, las flores fueron integradas a su farmacopea, cocina y decoración, de lo cual existe testimonio a través de sus dibujos y grabados en sus frisos, textiles y cerámica.
Los pintores del Renacimiento y del Barroco las convirtieron en tema de sus cuadros y los arreglos florales y bouquets para celebrar el amor, se volvieron populares. En el siglo XIX, los británicos no podían percibir decoraciones que no tuviesen flores. Las corrientes asiáticas para la decoración floral, china y japonesa se hicieron sentir, ya a fines del siglo XIX.
En el imaginario popular, se ha dado un simbolismo a cada flor, así como al color de cada una de ellas. Así las azucenas significan pureza y perfección; la rosa, según su color, significa amor puro, si es roja. La blanca (símbolo de la casa inglesa de York), es llamada la flor de la luz, y simboliza pureza. La amarilla se asocia con celos e infidelidad.
Se cuenta que de las copiosas lagrimas que vertía la Virgen María sobre el suelo, al sufrir por el padecimiento de su hijo Jesús, surgieron los bellísimos claveles. No me extraña que Ann Jarvis, al designar una fecha para la celebración del Día de la Madre, eligiera al clavel como símbolo eterno del amor de una madre.
En París, Barcelona, en Inglaterra y el resto de Europa, nacieron las ramilleteras: aquellas floristas ambulantes o estacionadas en puestos a la intemperie, que con su gracia y candor supieron engatusar a los eternos celebrantes del amor y galantería de aquellos tiempos.

 
 
 

  
AROMAS DE MISTURA

Parte II

 


Una mixtura o mistura es una mezcla o incorporación de varias cosas; es una porción compuesta de varios ingredientes.

En Lima, ciudad de los pregones voceados por los cientos de vendedores que se constituyeron en el “reloj hablado” de la ciudad, no dejaron de marcar su recorrido las famosas mistureras, cuya grácil imagen fue realzada y perdurada en la genial acuarela costumbrista de Pancho Fierro y de otros pintores de la época como José Gil de Castro o Vidal y Lazarte, quienes dejaron testimonio de aquella Lima virreinal y de los primeros años de la Republica.

Por casas y calles se paseaban toda clase de mercachifles; y la Plaza Mayor, hasta bien entrada la Republica, era utilizada como mercado.  Las mistureras, vendedoras de paquetes hechos con flores, hierbas, especias y frutas olorosas se ubicaban entre calles y portales, ofreciendo coquetamente su mercadería.  Después de la misa de la catedral, adonde iba lo más selecto de la sociedad de aquel entonces, vestido con sus más elegantes ropajes, era costumbre de los galanes obsequiar a las damiselas a quienes requerían, con un “pucherito de mistura”.  Los precios de aquellos variaban según la calificación que daba la vendedora al comprador; por lo que la calle adonde éstas se ubicaban, solían llamarla “La calle del Peligro”.  Don Ricardo Palma, en sus Tradiciones Peruanas nos cuenta que: “Las mistureras se sentaban en la vecindad del Sagrario, lugar bautizado como Cabo de Hornos, porque todo galán que por allí se arriesgara a pasar, a buen librar salía con un cuarto de onza menos en el bolsillo, gastado en un ramo de flores o en un pucherito de mistura.”  Si la misturera lo veía adinerado, o si su acompañante le hacía un guiño de complicidad, el precio podía subir en comparación con los que se le cobraban a damas que iban solas o acompañadas de un señor de menor elegancia.  Los pucheritos de mistura se vendían a toda hora; en especial los domingos y  feriados.  Por supuesto que había aquellos que querían impresionar a su pareja, y pagaban hasta una onza de oro…sin reclamar su vuelto. ¡¡¡Los adulones existieron en toda época!!!!                       

En su artículo “Vida Cotidiana en la Lima Colonial y del siglo XIX” de 1935, Carlos Patrón nos describe de qué estaba formado el tal puchero de flores. “Una margarita, un palillo, uno o dos capulíes; igual número de cerezas y  de naranja agria, puesto todo sobre una hoja de plátano del tamaño del cuadro de una octava parte del pliego del papel, amarrada con cintas, salpicados encima  de flores de manzanilla, del alhelí amarillo, del jazmín, de las violetas, la aroma, la margarita, y sobre ellas, unas ramas pequeñas de albahaca, del chocho, y a veces, ya una vara de jacinto, y una de junco o de frutilla: todo esto rociado con agua de olor ordinaria, o agua rica, o aguardiente de ámbar.  Este puchero valía medio real, pero con los diversos agregados de las naranjitas de Quito, el albaricoque, las manzanitas ambareadas, las frutillas grandes, el níspero, la lúcuma pequeña, los claveles llamados entonces de la Bella Unión, las marimoñas, las mimosas, los tulipanes y demás flores recientes, recrecía su precio hasta dos o tres pesos; que podía llegar a 6 o 7 pesos, cuando tenía la flor nombrada artemisia (flor fragante de la familia de las margaritas), de valor arbitrario.”  Estos paquetes eran llamados pucheros, quizás relacionándolos con aquella sopa típica en la que se mezclan diferentes tipos de carnes, legumbres y verduras.                                                                                                           Don Ricardo Palma, en su Tradición, La Trenza de sus Cabellos, describe también a los famosos pucheritos, preferencia de las muchachas de la época: “La moda no era lucir constantemente aderezos de rica pedrería, sino flores; y tal moda no podía ser más barata para padres y maridos, que con medio real de plata salían de compromisos y aun sacaban alma del purgatorio. Todas las tardes de verano cruzaban por las calles de Lima varios muchachos, y al pregón de ¡el jazminero! salían las jóvenes a la ventana de reja, y compraban un par de hojas de plátano sobre las que había una porción de jazmines, diamelas, aromas, suches, azahares, flores de chirimoya y otras no menos perfumadas. La limeña de entonces buscaba sus adornos en la naturaleza y no en el arte”.          Asimismo, Max Radiguet, un marino viajero francés, acompañante del  Mariscal Petit Thouars, quien vivió cinco años en Lima, dice en un acápite de su libro sobre sus impresiones de Lima y la Sociedad Peruana, en 1841: “En la limeña hay a la vez, de la avispa y del colibrí. Tiene, como la primera, un fino corpiño y un dardo que es el epigrama; y del segundo, el color brillante, el vuelo caprichoso y desigual, y de ambos, un amor inmoderado al perfume y a las flores. Se la ve bajo los portales revolotear codiciosamente de un cesto a otro de las mistureras, y a veces le ocurre acosar a un transeúnte de cierta calidad con toda clase de zalamerías y gentilezas para obtener de su generosidad algún ramillete ansiado. (Generalmente las mujeres que actuaban así, se refugiaban en los tan criticados vestidos de “tapadas”) En la época en que la maniobra de que hablamos florecía con un brillo que se va extinguiendo cada día, se llamaba «Calle del Peligro» al sitio ocupado por las ramilleteras. Las sirenas ejercían seducciones tan irresistibles, que los cicateros, para evitar este pasaje peligroso daban vueltas inmensas, o si por aventura se aventuraban, no era sino después de haberse tapado prudentemente las orejas, como los marineros de Ulises en el Mar Tirreno.”                                                  Las mistureras eran de raza india o negra. Estas últimas muchas veces eran esclavas libertas, o cautivas que se dedicaban a la venta de sus productos con el fin comprar su libertad a sus patrones.                                                                                                  Como dato curioso, vale referir que el agasajo a los visitantes de las casas acomodadas era tal que la señora de la casa los regalaba cuando se despedían, con pastillas de sahumerio, de briscado, mixtura, y les rociaban los pañuelos con perfumes delicados.                                                                                                     Durante la época de la procesión del Señor de los Milagros, muchas esclavas liberadas que trabajaban como sirvientas en casas acomodadas, eran enviadas a esta celebración,  con vestidos y alhajas prestadas por sus “amas”, llevando sobre un azafate de plata, toda una suerte de fragantes frutas mechadas con clavo de olor, sobre las que incrustaban banderitas, angelitos y flores hechas de canela,  ramitos de flores frescas, y pastillas de canela y azúcar envueltas en papeles de colores. Y al son de la procesión, iban repartiendo sus misturas entre los fieles asistentes.                                                          Hoy en día las mistureras han desaparecido, pero forman parte del recuerdo de una Lima que se fue… pero que no se ha ido, porque sus tradiciones han quedado para siempre plasmadas en las notas, diarios y comentarios de aquellos que pensaron en preservar y contarnos las costumbres de aquellas épocas.                                                                                                                   

 

De Nicomedes Santa Cruz, nuestro famoso decimista, transcribo: “El Romance y Pregón de la Misturera”, escrito el 19 de Octubre de 1962: 

Tras una pequeña mesa, con un cajón por asiento,                                                              estaba la misturera sus pucheritos vendiendo                                                                 “¡Pucheritos de mistura, violetas y pensamientos…! Pucheritos de mistura! ¡De jazmines los pucheros!”

Se ubicó la misturera, -allá por 1700- en el Portal de Escribanos y Portal de Botoneros. (Ostentan hoy los portales enlosado pavimento, pero del tiempo que os hablo, empedrado estaba el suelo); Formando tapiz policromo los desmenuzados pétalos daban florido alfombrado, haciendo alegre el paseo.                                                                 “¡Pucheritos de mistura, violetas y pensamientos, Pucheritos de mistura! ¡De Jazmines los pucheros…!

Separan la flor del tallo, cortándola por el cuello. Es la flor de una cabeza guillotinada del cuerpo.  Luego de esta operación-arrojando el tallo acéfalo-aquellas flores surtidas son lo que llaman “puchero”. En un vaso de papel, hecho por hábiles dedos, acomodan los jazmines, violetas y pensamientos.                                                                         “¡Pucheritos de mistura que tienen variable precio! ¡Baratos, sola la dama! ¡Caros con compañero!

El regalo de mistura fue indispensable en tal tiempo.  Más de un galán a su dama consiguió con tal obsequio.  El amigo de la familia-como el que deseaba serlo-recurriendo a la mistura-pasó de puertas adentro….                                             “Pucheritos de mistura que allá por el setecientos, fueron la expresión galante de tan romántico tiempo…”

 
Lucia Newton de Valdivieso

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