EL CAFÉ LIMENO
“La comida es el otro hogar de los peruanos (“hogar en dos sentidos”). Nuestra comida es una casa gigantesca y viejísima, construida sobre cimientos de pueblos, habitada por ingredientes nativos y exóticos, y abrigada por el fogón de la memoria. Tocados desde niños por la magia sutil y poderosa del saborear como los reyes que no somos, vamos por el mundo haciendo de profetas de un arte antiguo, cuantioso y casi inverosímil, que nos devuelva algo de orgullo, no de vanidad. La nostalgia del Perú es una enfermedad que se cura con recetas de cocina.” (Víctor Hurtado en Pago de Letras, 2004)
El champús
es una especie de mazamorra suelta hecha con harina de maíz y mote, y endulzado
con frutas nativas peruanas.
Aunque se
hizo muy popular durante la época del Virreinato, y su expendio continuó hasta
bien adentrada la Republica, su orígenes se pueden trazar hasta las épocas prehispánicas.
No en vano se conoce a los peruanos como mazamorreros, pues ya en esas épocas
se conocieron aquellas hechas con maíz espolvoreado con cal; o aquellas
llamadas api, y que eran endulzadas con frutas o miel de algarrobo o de
abejas. A pesar de que erróneamente se
ha dicho que los antiguos peruanos no conocían los dulces, los cronistas nos
cuentan que aquellos confeccionaban edulcorantes con vegetales y frutas, a los
que asoleaban para aumentar sus niveles de azúcar. Así, se utilizaban las ocas y camotes maduros
y asoleados. Hacían moldes de chancaca,
hirviendo la cáscara tierna del magüey, hacían un almíbar del fruto del molle,
y sacaban la miel del árbol del algarrobo.
Tenían también,
la miel de unas abejas sin aguijón (huancairruy tocto) de las que nos habla el
historiador y estudioso de la nutrición en el Antiguo Perú, Santiago Antúnez de
Mayolo Rynning. La mazamorra morada y
las mazamorras de piña, guindones, guindas y capulís, espesadas con harina de
camote y el champú de mote, endulzado con frutas, ya eran consumidas en esa época.
A través de
la comida, el indígena se relacionaba con la Pachamama o madre tierra, y con el
resto de su mundo espiritual. El hombre
consideraba a la comida como un regalo de sus dioses, y como una forma de
relacionarse con su entorno.
Cuando
vinieron los españoles se produjo un choque cultural con la introducción de un
mundo religioso ajeno a ellos, y con costumbres y modos de alimentación
diferentes. Sintieron la irreverencia del invasor, con respecto a su relación
con las dádivas de la naturaleza y su respeto por la gran comunidad
humana. Aun así, ante la imposición de
aquellos, fingieron someterse y fusionaron su cultura, su religión y su
alimentación con la del conquistador.
Con el intercambio de productos, varió el tipo de alimentación de ambos
grupos. Los españoles trajeron las
especias y el azúcar, productos que adquirieron de su mestizaje con los árabes,
e introdujeron frutas y carnes ajenas al Nuevo Mundo. A su vez, hicieron conocer al resto del mundo
sus descubrimientos botánicos y zoológicos.
En los
siguientes siglos, el virreinato del Perú y su capital, Lima, reflejaban una
mezcla de culturas y razas resultantes del mestizaje con los españoles y con
los esclavos negros (más adelante se produciría la inmigración China en el siglo
XIX); y la comida se constituyó, por diversas razones, en parte importante de
la vida colonial.
Una
apreciación de la Plaza de Armas, por viajeros visitantes al Perú, por
escritores y cronistas costumbristas y por pintores de la época, coinciden en
describir a la Lima desde los siglos XVI, hasta bien entrada la República, como
una ciudad desordenada; a la que un viajero llamó: “cielo de mujeres”,
purgatorio de hombres, e infierno de borricos”.
En 1840,
Max Radiguet, un marino francés visitante, escribía sus impresiones sobre la
Plaza Mayor, y decía que “Lima era un caos de colores chocantes, chillones e
indecisos, atiborrada de una muchedumbre deslumbrante de las mas diversas razas
y culturas”.
Era una
ciudad bulliciosa en la que los mercachifles (llamados “cajoneros de ribera”,
porque la mayor parte vendía sus mercancías en quioscos), pregoneros y demás
vendedores, anunciaban la venta de su mercadería. Abundaban los puestos en los que se vendían toda clase de alimentos y
baratijas, algunos de ellos soportados por toldos armados con telas de colores
amarradas a cuatro palos; bajo los cuales había mesas y bancos de madera
alargados…quizás émulos de los comedores populares. Entre braseros, ollas y sartenes, se oía
chillar a la manteca y crepitar las frituras y tostadas. Allí se estacionaban las picanteras, las
anticucheras, o las buñoleras, esperando a sus comensales; como en una gran
feria. Los vendedores de cirios, las
tamaleras, las fresqueras, los heladeros, y el aguador, paseaban ofreciendo sus
mercancías entre un mar de jumentos que no perdían la oportunidad de “descargar
sus necesidades” mientras se desplazaban por los alrededores. No faltaban los
que recogían los excrementos para venderlos como estiércol. ¡Imagínese el
lector la mezcla de olores: a deposiciones de los animales, el de acequias
descubiertas, a alimentos y a grasa humeante! Las tapadas, aprovechando su
disfraz matutino, iban pidiendo requiebros, misturas y regalos de los galantes
caballeros.
Pero la
agitación se hacía mayor a la salida de la misa de la Catedral (casi toda la
población limeña vivía alrededor del centro de la capital, y allá por 1859,
Lima ya tenía 100.341 habitantes), que era cuando los negritos se esmeraban en
tocar sus tambores y bailar al ritmo de su música africana, con el fin de
colectar “donaciones”.
En ese
ambiente se ubicaba la champucera, personaje al que se dedica este artículo.
Como bien
describe Adán Felipe Mejía, “El Corregidor”, (chapa que le quedó por corregir
la gramática de todos sus conocidos y no conocidos), allá por las ultimas décadas
del 1800, cuando junto con Ricardo Palma y Pancho Fierro, se convirtió en uno
de los principales costumbristas de la época post-colonial: “El champús es
nocherniego e invernoso, y ante todo, peruano”.
En aquellas
noches neblinosas y húmedas de invierno, cuando las ultimas beatas habían
salido de las iglesias, y los perros buscaban entre la basura restos de comida,
y cuando el Sereno llegaba a golpe de siete de la noche preparándose para
soplar su pito de barro en forma de pajarito y anunciar las horas a partir de
lasa 12 de la noche, cuando se prendían los candiles, las negritas champuceras salían
de sus callejones cargando trabajosamente sus aparejos, ollas y braceros. Se
sentaban en las puertas de las tiendas, de los solares y de los callejones, o
en el Portal de Escribanos de la Plaza Mayor, y plantaban su farolito de
hojalata con vela de sebo, para alumbrarse en su trabajo diario. A su costado
se paraba un niño que cantaba un pregón:
“Champús
caliente, vamos con el café limeño, muchacha; el que se come medio, se come un
real, para el colegial: Venid, venid que
ya está: el cuartillo por delante y la taza por detrás (pague primero).”
Como
recompensa, el muchacho recibía una tasa de champús al terminar la venta; si éste
se había agotado, la champucera le regalaba medio real.
La formula
del champús era secreta y se heredaba de madres a hijas. Además del champús ofrecían chicha de piña,
chicha de guindas y agua de granates, además de una gran variedad de frutas;
muchas, “ya chancaditas”. Vendían también,
ramitos de flores y plantas en macetas o almácigos puestos sobre hojas de plátano.
Frente a la
tenducha ponían largas bancas y mesas, sobre las que alineaban una serie de
pocillos baratos, algunos despostillados, y platillos y cucharas de lata.
Antes de
acostarse, era costumbre de los parroquianos, degustar esta bebida mazamorrosa
con el fin
de calentarse. Desde los balcones de las
casas que rodeaban la plaza, y que se alineaban a los largo de los jirones y
calles, las mujeres divisaban la luz de las champuceras y mandaban a sus
sirvientas a comprar la bebida calientita: era el cafecito limeño de aquella época. Dice El Corregidor, que dicho sea de paso
era un gran aficionado a la cocina, que habían
dos clases de champús: Los de leche, que
se ofrecían en el invierno, y el champús
de agrio, que se vendía desde la primavera, época en que la guanábana aparecía. Este último era más refrescante.
Allá por el
año 1947, Adán Mejía, en un artículo de los que escribía regularmente para “La
Prensa” y que hoy están condensados en el libro “Ayer y Hoy”, describió la
forma de hacer el champús de agrio, el cual él decía que era más barato. De
acuerdo a su receta, éste se confeccionaba con
mote, harina de maíz, guanábana con pepas y todo, hasta que se
cueza. El champús no era tan espeso como
la mazamorra.
El de leche
se hace con maíz blanco entero, algunas hojas de naranja y harina de maíz.
Recomienda comer el champús en taza. Para los interesados, adjunto unas recetas
del champús, como anexo a este artículo
Hoy en día,
el champús que ya se había olvidado en muchas dulcerías y hogares, está
volviendo a resucitar.
Por iniciativa del municipio limeño, se está
tratando de rescatar la arquitectura, costumbres y cocina de las épocas
antiguas. Así, en la Alameda Chabuca Granda, nuestra gran cantautora; allí al costado de una muralla que en algún
tiempo protegió a invasores de otros
invasores, se ha restablecido la costumbre de pregonar. Y entre humaredas y olores ricos y
penetrantes, cantan las picaroneras, gritan las tamaleras, ofrecen sus ricos
anticuchos las gráciles negritas; y el zanguito y el champús continúan
endulzando los paladares de aquellos limeños, que con ellos recuerdan una Lima
que se fue, pero que no se ha ido.
Lucia
Newton de Valdivieso
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